domingo, 18 de mayo de 2014

Dos Noches de Verano — 26 — Clay: Caer

>Clay: Caer.

Habíamos dejado el lugar del helicóptero y estábamos a salvo, pero todavía no podía dejar de sentir esa sensación de vacío.
Todavía podía ver a esa cosa negra frente a mí, mirándome a mí y solo a mí.
«Ah... la Ciudad».
Eso había dicho. Cada vez que lo recordaba sentía cómo se me revolvían las tripas, y ese vacío a la altura del corazón volvía con más fuerza. Sentía como si una mano atravesara mi pecho. Tenía que revisar para convencerme que no era así.
Miré a los demás; todavía me daba esa sensación de que sabían más que yo de todo eso. Me sentí débil y asustado. Temí que pudieran ser mis enemigos.
Mi paranoia crecía, alimentándose de hechos como el abrelatas. ¿Cómo era posible que la criatura se viera afectada por un abrelatas pero no por plomo disparado a velocidades infernales? Miré a Clara fijamente. Ella decía que en el libro de Henry se encontraba el futuro. ¿Cómo era posible que Henry no hubiese explicado algo así?
Mi cabeza se había llenado de dudas.
Paré un segundo. Los demás siguieron caminando. Saqué mi pistola y apunté a sus cabezas.
Serian cuatro tiros, nada más.
El vacío en mi pecho no dejaba de hacerse más grande, y mi dedo índice se empezaba a flexionar. Estaba apuntando a la nuca de Nick.
El vacío se hacía más grande; mi dedo estaba cada vez más cerca.
Sí, era tan fácil como apretar el gatillo. No quería que nadie volviera a sufrir un espanto tal como esa bestia.
«¿No es extraño? Es perfecta, ¿no? Te hace sentir bien, te hace olvidar tus problemas. Como si hubiera algo en el aire. Podría ser una droga recreacional. O podría ser una mala adicción…¿no?»
No pude disparar.
Guardé la pistola. Seguía sin tener las agallas que me habían impedido dispararme. De todas maneras, matarlos hubiera estado mal. Quizá.
El vacío dolía tanto que me sorprendía no tener un verdadero agujero en el pecho. Era un vacío de pánico y pena. No entendía cómo mi corazón no colapsaba.
—¿Clay? —preguntó Croft. Me había detenido en la calle.
—Sí, no se preocupen —dije—. Estoy bien.
Sus miradas no parecían convencidas. Caminé hasta ellos y sonreí para confirmar que estaba bien.
Así seguimos nuestro camino hacia el norte. O quizá era oeste; quién sabía.
Ahora Nick guiaba. Yendo adelante de todo, parecía distinto al Nick que estaba rendido en el suelo cuando pasaron los helicópteros. O solo iba adelante, sin guiar nada. Podía apostar que ni siquiera Clara y su libro del futuro que había leído sabían exactamente a donde estábamos yendo.
Lo único que sabíamos era que en esa dirección se había esfumado los helicópteros.
—Clara, ¿qué hora es? —pregunté. Ella bajó su cabeza… y contestó.
—Seis y veinte.
El rescate ya tenía que estar en proceso. ¿Dónde estaba la gente? ¿Los helicópteros? ¿Los monstruos?
Estábamos solos; las calles eran un desierto de concreto.
—Esto no me gusta —dijo Croft.
—No estamos lo suficiente al norte. Además, nadie nos garantiza que el reloj de Clara funcione correctamente. —dijo Nick, convenciéndose a sí mismo.
Caminamos unos metros más.
—¿Por qué no hay nadie más vivo en esta puta ciudad? —exclamé. Ninguno contestó.
Era como si hubiéramos sido los únicos que habían escuchado o creído el mensaje.
Seguimos por varias cuadras. Había un cadáver en una esquina, y junto a él unos autos chocados.
El norte no parecía estar llegando a nosotros ni nosotros a él. Croft se acercó a los autos y trató de hacerlos funcionar. Los cuatro escuchamos angustiados el sonido del motor muerto.
Croft golpeó el volante y nos miró.
—No hay rescate.
Bajé la cabeza y pateé una piedra. Pensarlo era una cosa… pero escucharlo de Croft era distinto.
—No hay rescate. Dios —repitió, y golpeó el volante otra vez.
En el horizonte, el sol se apagaba lentamente. La oscuridad empezaba a tomarlo todo.
El reloj de Clara sonó con una alarma. Eran las siete. El rescate llevaba una hora de retraso.
Nadie decía nada ni hacía nada. Yo me tiré en la calle, mirando el cielo.
—Saben, si no hacemos nada vamos a morir acá —dijo Nick. A nadie le pareció interesarle demasiado.
Me paré y me puse frente al auto. Parecía en condiciones de arrancar, aunque no hubiese funcionado.
—Croft, intentá de nuevo. No perdemos nada intentando.
Croft hizo caso y giró la llave. El motor rugió, pero se apagó inmediatamente. Croft dejó caer su cabeza sobre el volante.
No sabía qué estaba faltando, pero casi funcionaba. Abrí el capó del auto, pero era un ámbito desconocido para mí. Fingí girar algo y cambiar otras cosas.
—Intentá ahora.
Croft acercó la mano a la llave, pero Clara nos interrumpió.
—¡Cállense!
—¿Qué pasa? —dije.
—El rescate. ¿No lo escuchan?
Desde la distancia podía escucharse un ruido sintético; el ruido de un motor, y se estaba acercando. Eran dos, de hecho; como con los helicópteros de antes.
Croft salió del auto corriendo y me empujo del capo.
—¡Metete adentro vos! —exclamó, histérico.
Me senté en el asiento de piloto, esperando órdenes, y Croft empezó a revolver el corazón del auto.
—¡Intentá ahora! —dijo, con el mismo tono.
Giré la llave, pero el resultado fue el mismo.
—Mierda —masculló entre dientes.
Siguió buscando el problema por el auto. Nick y Clara gritaban, mirando por arriba de los edificios por las aves mecánicas.
Croft cerró el capo, corrió hacia mí y me empujó del asiento. Giró la llave y el motor rugió con fuerza.
—¡SÍ, MIERDA! —gritó, mientras golpeaba la bocina con su puño.
Apretó el acelerador y fue como si le diera vida al auto. Esta vez no podíamos pasar desapercibidos por los helicópteros; y si eso pasaba podíamos perseguirlos.
Salí del auto, buscando a las máquinas voladoras con la mirada. No estaban allí. Los motores se acercaban, pero el sonido no era como las hélices de antes. Y no lo eran.
Dos autos pasaron a toda velocidad por la calle junto a nosotros. Seguía sin haber rescate.
El sol se había escondido, y ahora la calle estaba llena de sombras. Las sombras no tardaron en empezar a moverse. Tanto ruido atraía a los bichos.
—¡Adentro del auto, todos! —grité.
Me senté de copiloto, con Nick y Clara atrás, como la última vez. Croft aceleró y nos alejamos rápidamente.
—Esos dos autos… iban al norte —dijo Nick mientras recuperaba el aliento.
—No creo que signifique nada —dijo Croft.
—Iban hacía el norte a toda velocidad. No puede ser casualidad —dije.
—Vamos al norte, ahora mismo —dijo Clara, con vos seca.
Croft apretó el acelerador con más fuerza. La noche estaba sobre nosotros.
Entre las sombras podían verse las figuras pseudo-humanas. Prefería no mirarlas, con la vista en mis pies. Viajamos por unos quince minutos, tal vez, hasta que Clara volvió a advertir un ruido.
—¿Lo escuchan?
Más motores en la lejanía; un duo otra vez. No podía ser otra equivocación. Croft siguió manejando a hasta un lugar abierto y que parecía seguro. 
Esta vez sí eran hélices, y mientras el ruido se acercaba notamos que eran más de dos.
—¿Estamos lo suficiente al norte? —preguntó Nick.
—Sí —aseguró Croft.
Daba la sensación de que habíamos viajado por bastante tiempo. Debían ser cerca de las ocho. Dos horas de retraso no eran para tanto; era posible. Estábamos en una avenida. La calle por la que veníamos se cortaba y había lo que parecía ser una municipalidad, o algo del gobierno. Era un lugar bastante abierto.
Clara se paró arriba del techo del auto, y empezó a mover las manos para llamar la atención de los helicópteros.
—¡Están acá! —gritó Clara.
No podía verlos, aunque sí escucharlos. Debían ser tres o cuatro. Pero esta vez sí eran helicópteros. Aparecieron algunos autos en las calles de los costados, parando en la misma avenida.
El ruido era ensordecedor, pero era precioso.
Entonces pasaron por arriba nuestro, y parecieron no vernos. Clara gritó, pero apenas pueda escucharla.
Siguieron su camino, pero bajaron la velocidad y empezaron a rotar. Parecía que su plan era aterrizar ahí, en ese predio del gobierno. Pasaron la municipalidad y trataron de descender del otro lado.
Corrimos, rodeando el gran predio sin sentir ningún cansancio. De repente, el primer helicóptero que intentaba descender perdió el control y volvió a subir al aire.
—¿Qué está pasando? —dijo Nick.
—No puede ser bueno —respondí.
Todavía no teníamos una vista muy buena; estábamos como a cien metros. Clara fue la primera a llegar a la esquina, y vi cómo se agarró la cabeza en desesperación.
—No… Dios —dijo.
El helicóptero se veía cubiertos por una masa negra que revoloteaba a su alrededor. No tarde en darme cuenta de qué se trataba; parecían ser los mismos pájaros que nos habían atacado en la casa.
Muchos eran cortados por las hélices que giraban a toda velocidad, pero los pilotos estaban perdiendo el control de la máquina. Trataban de elevarse lo más posible, pero se tambaleaban en el aire. Si eso seguía así, nuestra esperanza iba a derribarse contra el suelo. De nuevo.

Llegamos a la entrada de la calle opuesta y levantamos la mirada, y todo se hizo peor. Arriba, en el techo de la municipalidad, una figura parecía dirigir el ataque, moviendo a las aves al compás de su mano. Un monstruo distinto a las personas deformes de las calles. Una de las criaturas negras.

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