Unos
arbustos cercanos empezaron a moverse. Escuché una voz quejándose, así que me
acerqué y miré por encima. Se trataba de Aldara. Le sonreí, y le ofrecí
cargarla.
—No,
gracias —me dijo, con una sonrisa fría.
Entonces
le ofrecí la mano, y ella aceptó. Mientras se paraba pude ver como sus heridas
de la pierna todavía no habían cerrado, y ahora tenía unos nuevos golpes que
iban a tardar un buen rato en cicatrizar. Pero ella no se quejaba. Esa
sensación de dureza la hacía fascinante y peligrosa. Su pesada respiración
parecía estar cargada de un veneno que no podría resistir, y sus ojos te hacían
saber que no sería bueno estar en su contra cuándo su tormenta se desatara.
—¿Y
los demás? —preguntó, al fin.
—No
pueden estar lejos.
Caminamos
sin rumbo unos metros.
—Ey,
deberías dejarme revisar tus heridas más tarde —solté, como tirando un tiro al
aire—. No tienen buena pinta.
La
observé por detrás. Seguía teniendo esa actitud perseverante, como si ese dolor
que sentía no fuera nada para ella. Aun así, se giró hacia mí y esta vez sonrió
con un poco menos de frialdad.
—Bien.
Esa
sonrisa duró solo un instante, y continuamos caminando. Un grito no muy lejano
rompió la quietud del bosque, y nos indicó la dirección.
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