La
criatura tenía unos cuatro metros de largo, y un rostro de humano adulto. Genial.
Justamente eso era lo que necesitábamos. ¿Cómo es que mi hechizo había salido
tan mal? Ahora estábamos atascados en el bosque de Veringrad, que se extendía
por más de treinta kilómetros. Llevaba al menos media década sin hacer un
hechizo de transportación, pero siempre había sido bueno en ellos. Recordé mis
estudios en la universidad de Silis; no nos dejaban salir entre los estudios,
por lo que un hechizo era la única manera de conseguir algo de alcohol.
Pero lo
más desconcertante es que una araña se encontrase allí. No se suponía que
avanzar tan cerca de la capital. Dalia preparó su espada, pero le tiré del
brazo para alejarnos.
—No
podemos dejarla vivir, Cregh —me dijo.
—Si son
tan peligrosas como decís, va a ser al revés —respondí.
—¿No podés
quemarla?
—En mi
estado, con suerte podría encender una vela. Y dudo que tu cuchillito pueda con
ella.
Dalia no respondió.
Estaba mirando la araña. Un gato negro había salido de un arbusto y saltado
sobre el pecho del bicho, mirándonos con toda la tranquilidad del mundo.
—¿Ese no
es el gato de Joseph? —susurré, tragándome un grito.
—Sí —dijo
Dalia—. Él debe estar cerca.
Tenía
razón. Los demás también debían estarlo; debíamos haber llegado juntos.
Joseph apareció
por los arbustos delante de la criatura. Viendo a su gato, lo llamó con un
movimiento de la mano. Dalia saltó hacia adelante.
—¡No! —exclamó,
pero era muy tarde. El gato saltó de la araña, y esta se despertó con una sacudida.
Dalia
estaba más cerca que ninguno otro. La araña se irguió frente a ella, y con una
tenaza la mandó a estrellarse contra un tronco. Dalia cayó inmóvil. No podía
ser. ¿Acaso ya había fallado como guardaespaldas?
La araña empezó
a dirigirse hacia Joseph, que no hizo más que lanzarse al suelo. Cuando la
araña estuvo más cerca, usó su bastón para sacudir una de sus patas y hacerla
tambalear. Era mi oportunidad. Tenía que lanzarle una llamarada.
Intenté
formar una bola de fuego… una chispita… pero no logré crear ni humo. Seguía
afectado por la barrera mágica de Veringrad. Mi suerte nunca me abandonaba.
Cuando parecía que la araña se iba a lanzar sobre Joseph, una flecha cruzó el
aire junto a mí y se incrustó en la espalda del bicho. Ítalo estaba cerca. Pero
ahora la araña venia hacia mí.
Corrí
hacia atrás para encontrarme con Ítalo y Aldara, cuyas ropas nuevas estaban
cubiertas de barro. Ítalo estaba preparando otra flecha, que logró dar en una
de las patas del monstruo y hacerla caer al suelo. Antes de que pudiese
levantarse, apareció Dalia, saltando encima del bicho como si su golpe no le
hubiese hecho nada. Uso su espada para atravesar la criatura, quien emitió un
gemido extrañamente humano. El bicho se levantó de todas maneras, haciendo caer
a Dalia y dejando a su espada incrustada en la espalda de la araña.
Dalia
empezó a correr, pero cayó a la hierba y empezó a arrastrarse. La araña estaba
cada vez más cerca. Ítalo no podía preparar una flecha lo suficientemente
rápido. De pronto, sonaron dos explosiones y el bosque se iluminó. La araña soltó
otro grito, y empezó a brotar sangre de su cabeza.
Joseph dio
un paso al frente, cargando con un revolver en mano. La araña cayó al suelo. Le
dio unos golpecitos con su bastón para comprobar que estaba muerta, pero empezó
a sacudirse. Joseph soltó una exclamación y cayó hacia atrás, pero apareció
Dalia, tomó su espada y cortó la cabeza de la criatura. No se movió más.
Confirmamos
la muerte de la araña, y el gato se puso a descansar sobre su cadáver. Decidimos
ponernos en marcha. Dalia les contó a los demás sobre la visión que había
tenido: Destino parecía querer que nos dirijamos a Laertes.
Caminamos
unas dos horas por el bosque. Encontramos nuestros caballos, pero habían muerto
cuando el hechizo de transportación había salido mal, pobres e inocentes
caballos. Sin toparnos con más bichos, salimos del bosque al camino principal,
y lo seguimos por otro par de horas. Pronto pasamos por una posada. Joseph dijo
que ya había hecho ese camino, y Laertes estaba a tres días de distancia. Me di
cuenta de que Joseph parecía el más razonable en el grupo. Al menos era el más
adulto; algo de experiencia debía tener. Todavía recordaba a Vidali, un raksho que
venía del norte. Cada noche que estábamos juntos terminaba ebrio, abrazándome y
diciéndome como un día se cortaría todo el pelo y revelaría su verdadero yo,
como un humano oculto. Era bueno saber que Joseph no usaba nombre de mujer, así
que no iba a repetir esas ilusiones con respecto a su cuerpo como Vidali.
—Hay otra
posada a medio día y aún es temprano —dijo—. Va a ser mejor seguir.
—¡Estoy
de acuerdo! —dije—. Sigamos.
—Un
momento —me paró—. Caímos en el bosque por tu culpa. Sabé que me debés dos
balas.
Suspiré,
mientras el resto avanzaba, pero entonces me di cuenta de algo. Nos había
llevado hasta el bosque. Aunque el hechizo había salido mal, había logrado
superar mi récord de distancia. Quizá mi suerte podía cambiar.
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