Cuando
terminamos de comer me puse a pensar sobre a qué autoridad debíamos acudir.
Pero entonces la autoridad llegó a nosotros. Un mercenario se acercó a caballo.
—¿Ustedes
son los que preguntaron por el señor Elderan anoche? Él desea verlos.
No hubo más que
decir. Empezó a guiarnos hasta la mansión. Mientras caminábamos, me giré para
ver a Aldara, a esos ojos de tormenta. Su mirada reflejaba la intensidad que
veía en las calles de esa ciudad, pero su mirada estaba viva, mientras que
Laertes ya había dejado atrás a su viejo yo.
Empecé a imaginar todo
por lo que debía haber pasado esa gente, la población inocente, para llegar a
eso. Mirándonos con miedo detrás de las cortinas de sus hogares; miedo, frío,
hambre. A pesar de ser un Del Valle entendía esto a la perfección. La sombra
me había hecho entender mucho mejor el dolor ajeno, aunque la sangre que heredé
decía que yo debía ser lo contrario.
Cuando
llegamos, los guardias en la entrada habían cambiado. Nadie nos detuvo. Nos
hicieron pasar en la lujosa casa, y el último señor de Laertes nos recibió en
una sala del segundo piso. Sus ojos se veían pesados como plomo, rodeados de un
aura violácea. Era un tipo fornido, de unos cuarenta años, pero maltratado por
la experiencia. Estaba usando una camisa de alta costura, con pantalones y
zapatos acordes. Un anillo de zafiro verde en su mano izquierda terminó de
aclarar lo obvio acerca de su posición.
—-Ustedes… ¿quiénes
son?
Se produjo un breve
silencio. Dos guardias abrieron la puerta, y se ubicaron detrás de nosotros.
Sin embargo, Dalia no vaciló.
—Venimos de parte
del señor Wendagon de Veringrad. Buscamos al huginn que está detrás de los
asesinatos en la ciudad, y las personas desaparecidas.
La mirada de
Elderan no cambio en absoluto; completamente vacía.
—Wendagon, eh… —susurró,
tomándose la cara.
—Señor… —habló
Joseph, con su gato encima—. Necesitamos toda la información posible acerca del
cuervo para poder hacer algo al respecto.
—No sé por qué,
pero siempre sospeché que era cosa de un puto cuervo o algo por el estilo.
Se creó otro
silencio.
—Hoy; no puede ser
otro día. Va a atacar hoy.
Nos miramos, algo
desconcertados.
—Bueno —dijo,
tomando más sentido—. Sé que hoy va a ser el día en que venga por mí. Ya se
encargó de todo el resto; solo quedo yo. Yo. —El viejo carraspeó. Joseph no
parecía estar seguro de si debía decir algo—. Hoy termina la condena… Esta
maldita y larga condena.
Pude ver el cansancio
de esa situación en su rostro. El hartazgo de la muerte sobre tu cabeza en todo
momento, y el agobio solo pensar en ser libre. ¿Acaso me veía a mí mismo en él?
—Todos fueron
muriendo, cayendo uno por uno, hasta llegar a mí, hasta llegar a Elderan, pero
no va a poder conmigo. Ustedes llegaron en el día justo, justo para ayudarme.
Nos dio la espalda
y empezó a pasear por la biblioteca que tenía a su izquierda. Los libros brillaban,
y parecían costar una fortuna cada uno.
Revisándolos y tanteándolos
para calmarse, se giró hacía nosotros.
—Gasté fortunas
manteniendo a la guardia de la ciudad, y no fue suficiente. Se desbandaron y tuve
que armar un puto ejército y mantenerlos a ellos. Pero yo sentía que aún no
estaba seguro. Faltaban ustedes.
Estaba apareciendo
una calidez en su cara. Estaba sonriendo, convencido de que había encontrado el
escape de algún destino fatal; se dejaba ver el rostro joven que mantenía detrás
de su máscara de ansiedad, nervios y pena. Una persona arruinada solo por ese
cuervo.
—Su llegada —dijo,
mientras nos invitaba a acércanos a lo que parecían planos de la ciudad—, no
puede ser más que buenos augurios. Verán, hoy se termina el ciclo de la cuarta
luna. Sus ataques fueron sistemáticos y metódicos; estudié cada uno de sus
movimientos.
De pronto, la
sonrisa que mostraba parecía rayar la locura. Empecé a cuestionar la salud
mental de Elderan; él no tenía la misma información que nosotros, pero ya culpaba
de los asesinatos a un ente y no a las otras casas. Me pregunté cuántas teorías
tenia, y supuse que debía tener una excusa para pensar que el cuervo lo iba a
atacar cada noche.
—Miren, miren, ¿ven?
Acá, y acá —dijo, señalando en el mapa—. Él mató a todos los que consideraba
amigos y familia, saben… Es… —Su voz empezó a quebrarse, y lágrimas se
derramaron por sus mejillas. Sus rodillas cedieron y cayó al piso. Miré a los
guardias que estaban atrás nuestro, pero estaban callados y con rostros de
piedra.
El silencio solo era
interrumpido por el sollozo del señor de tierras. Empezó a volverse más y más
incómodo, y nos mirábamos entre nosotros buscando qué hacer. De repente, los
sollozos cesaron, y Elderan se incorporó. Estaba mirando hacia mí.
—La… corona… —dijo,
mientras acercaba su mano a mi cara y corría mi capucha—. La corona de la
gloria… ¡ESTAMOS SALVADOS!
Sus gritos empezaron
a fundirse en una risa histérica. Lo aparté, y puse mi capucha en su lugar,
ocultando mis marcas. Realmente no sabía cómo sentirme.
—Si usted lo dice…
señor —solté, cuando la risa de Elderan pareció tener un final.
Una vez que se secó
las lágrimas, y se incorporó, volvió a dar la imagen de un hombre estable. Su riqueza
hacía que esperara total cordura de semejante hombre; la imagen funcionaba al
instante. A pesar de todo, en sus ojos rojos podía verse toda tensión por la que
estaba pasando.
Elderan llamó a
todos los guardias, y ordenó que hicieran guardia toda la noche en esa fecha. Tenía
un aspecto mucho más serio cada vez que les gritaba algo, pero se dejaba
mostrar más sensible con nuestro grupo.
Nos guió hacía los
cuartos, en el otro extremo del segundo piso. Dalia, Joseph y yo entramos en
una habitación muy lujosa y bastante amplia. Nos sirvieron un precioso almuerzo,
y nos dejó la tarde libre.
Había bastantes
cosas con las que distraerse en la habitación. De pronto, Dalia sacó un tema.
—Entonces, ¿cómo vamos
a encontrar al huginn? —dijo, mientras hojeaba un libro que había sacado de su
bolso.
—Ya está por venir,
¿no oíste? —dijo el pistolero, realmente despreocupado.
Dalia lo miró
bastante feo.
—No “está por venir”.
Díganme que no fui la única que no se lo compró.
—No, no sos la
única —murmuré, con la vista en una ventana. El día estaba nublado, de un gris
muy particular. El color y la textura de las nubes me hacían recordar al cuadro
de la casa de Wendagon y eso me hizo recordar a la chica de ojos de tormenta, que
no estaba en la habitación—. Lo de las lunas, lo de mi corona. Realmente no
creo que signifique algo.
—Eh…Por cierto, Ítalo,
¿qué significan las marcas de tu cara? —preguntó Dalia—. Sos un Del Valle, ¿no?
Un escalofrío me
recorrió de cabeza a pies, y la sombra dijo presente. Me gire hacía Dalia, y
fingí un tono desinteresado.
—Nada especial… simboliza
una misión familiar, por decirlo así. Nos pintan estas Anymas. Está en particular muestra lo que la mayoría de la gente
conoce como un rito de madurez. En mi familia hay varios de estos ritos, cada
uno más complicado. Nos dan un cierto status en la familia… En mi caso, este es
el último.
—El ultimo, ¿eh…? ¿Y
la de tu ojo? ¿Por qué Elderan se emocionó tanto al verla?
—Esta corona es… Se
cuenta que mi familia tiene un origen en el que hay una cierta intervención
divina, y supongo que el hecho de que aparezca un Del Valle lo hicieron pensar
que sus cálculos astrológicos son acertados. Supongo que es algo así.
Se produjo un
silencio en la sala.
—Ey… —Dije,
mientras me incorporaba para verlos a los dos—. ¿Ustedes no sentían un olor fuerte
en la calle?
Era como si cada
vez que el viento soplara en la calle, me hubiera llegado la fragancia de la
sangre. Pero nadie más parecía sentirlo. Los dos me miraron sin entender.
Apreté el puño, y me forcé a relajarme.
La
casa de Elderan estaba perfumada con fragancias muy potentes, y casi podía
olvidar lo que pasaba en las calles, afuera.
Por
la tarde decidí tomarme una siesta.
◘◘◘◘◘
Ella juega con su pelo y me mira. Lo enrolla en su dedo
índice izquierdo, sin sacar la vista de mí. Abre la boca como para decir algo,
pero se queda callada.
La curva de su sonrisa es perfecta. No hay sombra, solo
paz. ¿Qué es este lugar? ¿Dónde estoy…? ¿Quién es ella?
Busco un punto de referencia en esas paredes sepia. No
hay olores que pueda reconocer; nada. Pero la música suena increíblemente relajante.
Ella sigue ahí, jugando con su pelo. ¿Por qué incluso los colores parecen tan
vivos…?
◘◘◘◘◘
—¡Ítalo, Ítalo!
¡Despertate!
Los gritos
resonaban por la habitación en completa oscuridad. Había dormido por horas.
—¡ÍTALO! —volvió a
gritar Dalia, tirándome del brazo.
Me paré, y la chica
de pelo rojo me arrastró hasta el piso de abajo. Ahí pude notar su palidez, y ojos
completamente abiertos. Por los pasillos corrían varios guardias, todos con
dirección al patio trasero.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Llegamos al patio.
En la esquina derecha había varios guardias en ronda, observando algo. Se
escuchaba una tos fuerte y persistente que venía del centro del círculo.
—¿Qué pasa? —repetí.
Dalia desenfundó su
espada, y se acercó a la fuente del centro. Los guardias empezaron a separarse
y a gritar órdenes. A medida que la ronda se abrió más y más, pude ver a un
guardia arrodillado, tosiendo sangre y con la garganta a un rojo completamente vivo.
Ese rojo subía lentamente, tomando su cara; hinchándola y deformándola. Cuando
la inflamación llegó a la mitad de su cara, sus prendas se incineraron. No necesitaba
saber más.
Corrí de vuelta a
nuestra habitación para buscar mi arco. Volví por el pasillo con el arma y mi
carcaj en cada mano, tomando una flecha mientras salía al patio.
Los gritos de dolor,
envueltos en fuego, ocupaban toda la atención de los presentes. Su cara ya era
completamente roja. No se necesitaba ser un genio para saberlo; era un puto
diablo.
Me paré frente a
él; cubierto de fuego, siendo observado por todos sus antiguos compañeros. Apunté
a su ojo izquierdo. Cayó de espaldas, donde siguió incinerándose. En su cuello
se había empezado a formar esa piedra negruzca con intervalos rojos que
distinguía a los diablos.
Podía escuchar y
oler la sangre siendo evaporada.
La escena casi
parecía una ceremonia de bárbaros, con un cadáver que todos observábamos en una
ronda. Solo faltaba que hubiera música y bailáramos alrededor.
Retiré la flecha de
su ojo y la guardé en el carcaj.
Un diablo en esa
noche… no podía ser coincidencia. Miré a la luna, la cual estaba terminando su
ciclo en ese preciso instante. ¿Elderan no se había equivocado?
La cuarta luna
terminaba su ciclo, iluminando una pluma negra a unos metros del
guardia-diablo.
El sonido de un
revólver retumbó en la noche. Un sudor frío recorrió mi cara y mi corazón casi
se apagó, para luego empezar latir endemoniadamente. ¿Dónde carajo estaba Elderan?
Corrí hacia adentro
temiendo lo peor, pero lejos estaba de imaginar lo que seguía.
Una llamarada
iluminó la mansión, mandado por los aires el portón que daba a la calle. Los
diablos no tardaron en entrar, aproximándose con su velocidad inhumana, y las
flechas de los guardias empezaron a caer.
Salté un cerco y
alcancé a Dalia, que atravesaba la casa hacia la entrada.
—El cuervo esta acá
—dije—. Encontralo, y al resto del equipo también. —Tomé una flecha, y me pegué
contra una columna—. Tené cuidado.
Los diablos se
desplazaban a una velocidad asombrosa, con saltos que doblaban a lo que un
hombre podía lograr. Como si fuera poco, despedían fuego de sus manos, lo que
hacía todo más difícil. La primera batalla frente a los guardias armados duro
instantes; todos cayeron contra el fuego. Desde la distancia se los podía
combatir mejor, pero los inexpertos arqueros fallaban muchos tiros y terminaban
quemados también. Estaban siendo masacrados, y no se podía hacer mucho por cambiarlo.
No podía hacer más que seguir esforzando mi puntería.
Los rojos
comenzaron a incendiar el frente de la casa. Se hacía difícil tensar con el
calor sofocante en la cara, pero logré seguir acertando. Llevaba siete diablos,
pero eran cerca de cincuenta. ¿Todos habían sido habitantes de Laertes? Seguí
disparando a un ritmo más apurado. Siempre apuntando al pecho, donde aún había
carne, sabiendo que una flecha bastaba para matarlos o tumbarlos.
El calor ya era
totalmente insoportable, bajo el techo de la entrada de la casa. La madera
comenzaba a crujir, dando los primeros síntomas de debilidad. Dentro de la casa,
el alivio no duraría mucho más; pero no podíamos hacer otra cosa que aguantar
tanto tiempo como fuera posible. Del posible centenar de guardias que se
congregaron en la entrada, solo quedaban quince. Tuvimos que retroceder.
Una vez dentro de
la casa tomamos posición arriba de las escaleras, esperando el avance de los
diablos. Por las ventanas solo podía verse fuego, tomando lentamente la
mansión. Los tirantes del techo comenzaban a derretirse y caer sobre nuestras
cabezas; los diablos estaban haciendo un trabajo impecable neutralizándonos. Seguimos
adentrándonos en la casa, tratando de evitar el fuego.
Sentíamos que se
acercaban, que estaban incendiándolo todo, pero no podíamos verlos.
Explosiones del
mismo revólver volvieron a sonar en la noche, aunque más disimuladas por el
terror que vivíamos.
Dando cada paso con
temor a que la madera cediera, nos retiramos a la última habitación del segundo
piso. Estaba en nuestro cuarto; no podía ver a ninguno de mis compañeros, y
solo quedábamos nueve de nosotros. La oscuridad no iba a durar. Pronto íbamos a
ser iluminados por el fuego.
Los
diablos no tardaron en entrar, y nuestros números en disminuirse. Las paredes,
los cuadros, todo se estaba incendiando. Los diablos se movían en círculos con
rapidez, mareándonos. Sabía que esperaban el momento justo para atacar, pero
pasaba algo más, algo que no entendía. Juntándonos en una esquina logramos
cubrir la mayoría de los ángulos y matar a varios de ellos, pero el calor se
ponía insoportable. Uno por uno el grupo cayó, dejando tres arqueros mientras
todavía quedaban un gran grupo de diablos. Y mientras tanto, la temperatura
seguía subiendo. Nuestros rostros parecían hervir, los ojos se cerraban cada
vez más, deseando ver un gran cielo azul.
Pero
el fuego solo lograba hacer que esos monstruos condenados se movieran con más
facilidad. Hombro con hombro, formando un triángulo, nos dispusimos a luchar
contra el infierno. Pero la puntería de un arquero peligra si la situación se
degrada. Las flechas no tenían la precisión del comienzo; las flechas
comenzaban a escasear. El humo penetraba en nuestros pulmones, y contaminaba
todo nuestro cuerpo con su quemante presencia. Entonces observe sin palabras.
Los
diablos empezaron a consumirse con el escenario. Sus piernas parecieron volverse
fuego. Sus pies se despegaron del suelo. Estaban elevándose, por el amor de los
dioses más puros.
El
arquero de mi derecha aprovechó el proceso para bajar a varios bastardos. No
tardamos en sumarnos, pero no fue suficiente. Como un ave fénix, envueltos en
llamas, los últimos tres se acercaron a nosotros a toda velocidad; gritaban y
se quejaban con una voz sin ningún rasgo humano. El último arquero reveló una
espada y embistió contra uno de ellos. Fue mortal, pero sus prendas se
envolvieron en fuego.
Solo
quedaba uno, que reconocí como mujer. Volaba encima de mí. Rodeaba mi cabeza.
Estaba arrodillado, con la última flecha en mi carcaj y lo sabía muy bien. La
última flecha era diferente al resto. Aunque sentí un escalofrío en mi cuerpo
cuando me paré, mi fe era ciega.
Corrí
hacia la puerta mientras seguía al diablo con el rabillo del ojo. Había mordido
el anzuelo. Al verme correr se lanzó sobre mí; y giré sobre mí mismo y clavé mi
daga en su cabeza justo antes de saltar a un lado. Su vuelo siguió recto, hasta
chocar contra una pared y sentir el piso. Su fuego se extinguió no mucho
después. Recuperé mi última flecha, y varias flechas más, y corrí a través de
las llamas hasta un lugar seguro en el cuarto.
Esa
gente que había sido civilizada poco antes había volado por el aire. Realmente
me lamentaba que ese espectáculo hubiera pasado en esa situación; todavía
seguía boquiabierto por semejante gracia a la hora de volar.
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