Sentí los primeros
rayos del sol sobre mí. Por un momento no entendí nada, ¿por qué estaba en la
calle? Mi cabeza daba vueltas, vueltas que trataban de decirme algo. Moría por
un vaso de agua. Me incorporé, sintiendo dolor en lugares olvidados. La
Crystalina debía seguir en mi cuerpo, y probablemente faltaba un buen rato para
que dejara de ser así. Realmente es una
bebida divina, pensé. Otras personas acompañadas por el alcohol descansaban
en las calles, con algunos pocos despertándose.
Caminé hacía donde
creía que estaba la casa de Marco, con la cabeza perdida en algún lugar.
Pequeños recuerdos venían a mí, atacando mi debilitada razón. Despacio, muy
despacio comencé a atar los hechos de la noche pasada. Esta mañana me había
despertado intranquilo. Algo había pasado… algo. Y no era bueno,
definitivamente no. Los pensamientos y recuerdos se volvieron cada vez más
turbios, cada segundo que pasaba era más y más difícil concentrarme. Apenas
tenía recuerdos claros, por lo que solo era un augurio; una corazonada oscura.
Una leve brisa
trajo todas las respuestas. Era un hedor inconfundible, unos sonidos que no
encajaban. Cosas que rompían con la paz común de Craster. Aceleré mi paso
torpe, recuperando mi equilibrio de a poco y corriendo en cuanto mi cuerpo lo
permitió. Los sonidos y el hedor se hacían más intensos, pero no podía
encontrar su origen. Las calles de la ciudad se dividían y dividían en más
calles. Elegí seguir por el camino de la izquierda, que era el que tenía más
sombra. Pude agudizar el oído lo suficiente para descifrar de qué se trataban
los sonidos: revólveres. ¿Acaso sería Lang? Traté de correr más rápido, pero mi
cuerpo no soportó un esfuerzo así en mi estado. Paré unos segundos a
regañadientes, y se tornaron eternos. No podía permitirme descansar. La sangre
se olía en el aire, igual que en Laertes.
No pudimos buscar
al cuervo; él nos había encontrado. Seguí corriendo en línea recta, siguiendo a
mis sentidos.
El revólver sonó de
nuevo. Era uno solo… Y parecía el calibre que solía usar mi hermano. A pesar de
la distancia podía reconocer esa munición. Sonaba mucho más seca, mucho más
letal que un disparo normal. Vi gente corriendo de la calle de la izquierda.
Descubrí rastros de sangre en el piso, pequeña pero clara. Había gente agachada
por la vereda, sin dejarme distinguir quien se encontraba peor que borracho.
Los ruidos provenían de la próxima curva a la derecha.
Entonces pude
confirmar el primer cadáver. Un hombre en la calle, con el estómago lleno de
sangre. El segundo cuerpo era una mujer; tenía un largo vestido salpicado de
rojo. El tercer cuerpo era de mi primo.
Me acerqué con una
exclamación.
—¡Marco! ¡Marco!
—grité mientras lo sacudía. El idiota estaba sonriendo.
—¡Íiiitalo! Tu
amiga es muy bonita…—Tenía sus prendas empapadas en sangre, pero no sé quejaba.
Dejé de moverlo, con un escalofrió.
—¿D-Dalia?
—Nooo, no. La otra…
La que se llevaron. —Los ojos de tormenta.
—¿Qué…? Ey, Marco,
¿Aldara fue secuestrada?
—Si… —Sonrió
estúpidamente—. Escuchá… Estuve tan cerca de atrapar al cuervo que merezco una
siesta, ¿no?
Dejé a Marco donde
estaba, sacudido. No podía decime más; parecía borracho. Por suerte no había
dejado mis cosas en la vorágine de la noche. Tomé mi arco y lentamente saqué
una flecha. La bebida no iba a dejarme acertar; debía acercarme. Rodeé el lugar
donde estimaba que se encontraba el cuervo. Era una pelea intensa; los sonidos
venían todo el tiempo desde diferentes lugares. Encontré un pequeño callejón
ideal para atacar a lo que sea que estuviera allá afuera.
Me asomé, y pude
ver a Aldara tirada a unos metros. Dalia se encontraba envuelta en un manto de
sangre brillante, peleando contra el cuervo. O lo que parecía serlo. Se movía
muy frenéticamente, pero reconocí que esa nube solo era una túnica tan negra
como las plumas del maldito bicho. Entonces vi que llevaba un revólver en la
mano izquierda. No era el cuervo. ¿Un humano disparando contra Dalia?
Me arrodillé para
tener precisión, y tensé. Ataqué por la espalda, como un traidor, y la flecha
atravesó su hombro izquierdo. Dejé el arco tirado mientras corrí hacía el
enemigo, y me encontré sobre él en unos pocos pasos.
—¡Dalia! ¡Ahora!
Lo tomé por los
brazos, tirándolos hacia arriba para dejar su pecho al descubierto. Noté otra
pistola en su funda. Dalia no había llegado a verme, pero entendió a la
perfección lo que debía hacer. Se acercó, veloz, y enterró su espada en el
estómago del enemigo. Se exhaló un grito de dolor, un grito demasiado humano.
Se retorcía, y
trataba de zafarse, pero no se lo iba a permitir. No iban a escapar otra vez.
Dalia tomó su espada con ambas manos, girándola con un odio tremendo. Entonces
la sacó. La miró unos segundos, la aferró con su mano hábil y la levantó en el
aire, apuntando al cuello.
Sentí un golpe frío
en mi cabeza, y mi cuerpo dejó de sentir. Una persona estuvo entre nosotros de
repente y detuvo el brazo de Dalia, y ella se elevó por los aires, disparada
lejos. El hombre de las pistolas habló, pero no podía escuchar nada. Frente a
mí estaba la otra persona, una figura imponente con un yelmo oscuro que cubría
todo su rostro.
Le dio algo al
pistolero, un anillo, y desapareció como había llegado; como si nunca hubiera
estado ahí. El de las pistolas uso una mano para tratar de parar su sangrado, y
jugó con el anillo con la otra. Como en Laertes, se lo puso en el dedo y
desapareció. Mi visión se volvió a tornar negra, y volví al mundo de los
sueños.