Luego de despertar,
hablamos apenas lo suficiente para aprender algo sobre el pasado de Ítalo. Y
por supuesto, para dar el pequeño detalle de mí nombre. El secreto era una sola
silaba de dos letras, pero aun así parecía importante. Había estado solo mucho
tiempo. Mi único acompañante había sido Malo pero, curiosamente, nunca me había
preguntado mi nombre.
Aldara me estrechó
la mano, mientras que Ítalo pareció simplemente aceptarlo en silencio. Luego de
todo lo vivido, otro nombre no tenía importancia. En lo personal, Li no era un
nombre que me agradase.
Cregh volvió a
unírsenos luego de un tiempo, ahora un tanto más calmado, y nos mostró de dónde
venían los latidos. Más allá de Verin, en una cadena montañosa cerca de lo que
sería el final del continente. Allí es donde se encontraría el Deus.
Yo no era el tipo
de personas que sentía nostalgia. Al contrario, no me había asentado porque
ningún lugar se sentía como un hogar. Pero en ese momento de verdad deseaba
estar de vuelta en el este. En el oeste no pertenecíamos. Ahí éramos
indeseados. Mientras más nos adentrábamos, más difícil se hacía llegar al final
de cada día.
Desganado, desenfundé
mi revolver pequeño y me puse a contar las balas. Las ordené en el suelo,
separadas según el tamaño. Podía ver al resto del grupo por mi periferia; Ítalo
y Aldara conversaban juntos, y Cregh estaba quieto, paralizado. Solo faltaba
Dalia, aunque juraba en cualquier momento iba a aparecerse detrás mío con su
voz aguda. Pasé al barril del revolver grande. Recé por que las balas bastaran.
Cuando era pequeño
mis tíos me contaban la historia de una princesa que vivía solitaria en la
luna; cuando estaba totalmente a oscuras ella bajaba a caminar por sobre un
lago. Yo no creía en lo que no podía ver, pero esa historia siempre me gustó
más que todo aquello de los etéreos.
Había empezado a
llover. Un viento helado me hizo cerrarme más el abrigo, y Malo se me acurrucó
entre los pies. Había pasado más de un mes desde mi accidente en Havenstad, pero
encontraba que los huesos aún me dolían cuando hacia frio. Probablemente seguirían
así por un largo tiempo.
—Aun no veo como esto
pueda salir bien —dijo Cregh.
—Bueno, es eso o
acomodarnos con el resto de la humanidad en la bodega de Azus —dije, tratando
de alivianar la situación. Cregh sonrió por medio segundo, y quedamos solo con
el ruido del viento y los latidos—. Pero creo que no podremos movernos hasta
que podamos ver bien el lugar. Deberíamos tratar de comer antes de partir, por
poco que sea —agregué, en parte para estar lo mejor que pudiéramos, y en parte
para retrasar lo inevitable. No parecía estaba solo en ese deseo; Ítalo suspiró
con un cierto alivio, y se giró hacia nosotros.
—Voy a tratar de
buscar algo, pero no prometo nada. ¿Me acompañás, Cregh?
Sin decir nada, el
mago lo siguió, y ambos desaparecieron entre las penumbras con solo una pequeña
llama para iluminarse. Yo por mi parte volví a la entrada de la cueva a
sentarme. Las manos me temblaban y el corazón me latía con fuerza. Con el
anillo estábamos a solo un paso, a un pensamiento de enfrentar lo que había allá
esperando. Era tan fácil que si me ponía el anillo hasta podría ir por accidente.
Nunca pensé mucho
en la muerte, a pesar de rozar con ella en más de una ocasión. Siempre algo me
salvaba, y podía superar el susto. A veces ya podía reírme al día siguiente y
seguir andando ante las quejas de Malo. En cierta forma, pensé que caminaríamos
de un lado a otro por siempre, sin un final claro a la vista.
Pero ahora no me podía
sentir tan optimista. No solo porque Dalia también murió, sino porque, ¿que
quedaba por hacer?
No lo sabía. Malo
se me unió, sentándose a centímetros de mí.
—Sabés, podes
volver si querés —dije—. No tenés que hacer esto.
Malo solo maulló
insultos en respuesta.
—Tenés razón, tenés
razón —reí—. Cómo voy a decir eso después de hacerte caminar por dos
continentes…
Aldara se sentó en
frente mío, calentándose las manos entre las piernas, y me miró durante unos
segundos, como sin saber que decir. Afuera el viento parecía calmarse.
—¿Nervioso? —dijo
Aldara, luego de unos momentos. Malo maulló como si le hubieran hecho a él la
pregunta. Aldara rio y le extendió los brazos, y Malo salto a su regazo.
—Sí, supongo —dije—
¿Y vos?
—También —respondió,
rascándole la panza a Malo. Ese gato siempre hablaba de lo mucho que detestaba
a cualquier criatura que no fuera él, pero en cuanto alguien lo acariciaba se volvía
manso y no tardaba en exigir más. Era mejor de esa forma, en todo caso. Según
él, el resto de la especie era tan agresiva como decían los libros. Solo era
cosa de perderse en los bosques del norte para comprobarlo, y si tenías suerte
y un arma de fuego, quizás salieras con tu vida.
Ítalo y Cregh
volvieron luego de unos minutos, cuando ya había amanecido un poco. Solo traían
lo que parecían moros verdes, y nos dieron un puñado a cada uno. Con eso, era fácil
ver porque los bichos de este continente nos guardaban tanto rencor. Una vez oí
a un tipo en un bar diciendo que deberían dejar de venderles comida a los
bichos, a ver qué hacían sin los humanos que tanto detestaban.
—¿Saben? Ayer vi a
Malo tratando de cazar un ave —dije, antes de echarme a la boca la mitad de mi porción—.
Si hubiéramos tenido más tiempo, podríamos haber buscado unos huevos para el
desayuno.
Ítalo sonrió,
mirando las moras que le quedaban, y se echó unas pocas a la boca.
—Quizás para la
tarde, antes de emprender el viaje a casa.
Terminamos nuestro
desayuno, y salimos de la cueva con nuestras cosas para ver nuestro destino. A
pesar de las espesas nubes, el lugar que nos había señalado Cregh, un bosque
frondoso entre las montañas, estaba completamente despejado, dejando entrar la
luz casi como si hubiera sido marcado para nosotros. Era hora de partir.
—¿Quien tiene el
anillo? ¿Ítalo? —preguntó Cregh.
—Yo. Yo los llevo —dije,
colocándome el anillo.
—¿Seguro? —dijo el
mago—. ¿Sabés cómo usarlo?
—Ayer estuve
practicando. Confía en mí.
Aldara puso su mano
en mi hombro, seguido de Cregh con algo de desconfianza, y de Malo que se me
apego a los pies. Ítalo se aferró de Aldara, y espero a que estuviera listo
para movernos. Respiré hondo, y apunte más allá del bosque, tan lejos como
pude. Me imaginé caminando toda esa distancia en un segundo, y nos
transportamos. Esperábamos encontrar lo peor del otro lado, pero creo que
ninguno esperó un aterrizaje tan violento.
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