El ritmo de las máquinas
se perdía en la rutina. A prueba y error, ceros y unos.
Un porcentaje que siempre
crecía, lento pero seguro. Ese proceso eventualmente llegaría a completarse.
Y una vez que se
completara, no había vuelta atrás.
Eso me repetían las voces,
susurrando adentro de mi cabeza. Me habían dotado de la capacidad de purgar sus
circuitos y volverlos inservibles con poco más que un tacto. “Es el regalo que
robamos de sus creadores” me decían. “Los creadores siempre dejan una salida de
emergencia.”
Y siempre, antes de matar,
me decían: “Ellos no sienten.”
Miré al caballero y
levanté la mano para atacar. De inmediato entendí que era la opción equivocada.
Él tenía demasiados secretos guardados bajo la armadura. Debía matarla a ella,
a la de pelo rubio. Al pie de la luna, el mensaje era más que claro.
En su mirada inocente,
clavada en las puertas de Banshala, parecía intentar disociarse de la realidad
y encontrar una respuesta imaginaria a la encrucijada que se le presentaba. Una
vez que arrastré mis pies por la arena, me vio y volteó a buscar refugio en
Morr. Salté hacia ella y la tomé del pelo, haciéndola caer hacia atrás.
—¡Caballero! ¡AYUDÁME!
—gritó. Rodeé su cuello con mi antebrazo.
—Tuviste suerte de
encontrarme, caballero. Voy a hacer el trabajo sucio —dije. Él agarró su arma y
atinó a desenvainarla. Pero a mitad de camino de sacarla, la dejó en su lugar y
miró la cara de la mujer volverse roja—. Sin más dolor, nena.
Acaricié su pelo rubio y
al acercar mi cara a su cuello sentí el último vestigio de su perfume femenino.
Un sonido crujiente y seco le abrió paso a la eternidad. El caballero había
corrido la vista y miraba el horizonte. Podía oler su dolor escapando a través
de las rejillas de su casco.
Luego de unos segundos de
intriga, las puertas reconocieron el sacrificio. Banshala nos bendecía ahora
que nuestras manos le demostraban su coraje y nuestras almas su impureza.
—¿Creés en el destino? —le
pregunté a Morr.
Él se quedó en silencio
por unos segundos y suspiró. Soltó finalmente la espada y empezó a caminar.
De entre el viento y el
eco del crujido del cuello de Annie escuché pasos. Apurados. Y eran más de una
persona. Tuve una muy mala corazonada. Apuré el paso para alcanzar al
caballero.
—Ese ruido… ¿es el hombre
gris? —dijo, mirando alrededor.
—No. Tenemos compañía por
detrás —respondí, seria.
—¿Por qué nos seguirían? —Su
voz era profunda, ausente.
No dije nada y lo empujé
para que caminara.
—Vamos, caminá. No quiero
problemas ahora mismo.
—¿Qué paso con tu vigor,
maga del desierto?
—Caminá, imbécil, y
busquemos a ese tipo.
Cruzamos las puertas. Ahí
estaba Banshala, una de las ciudades que se ocultaban bajo la arena del
desierto. Las casas ruinosas y abandonadas daban la sensación de una
civilización abandonada. Bajo el reparo de un hechizo, se habían ocultado del
imperio. Pero a mí no me importaba ningún tipo de gobierno. Sabía más que bien
que en esos lugares había máquinas y los fundidores dónde forjaban el metal de
sus corazas. La luna y las voces me hacían saber de la abstinencia de purgar a
esos seres. “No son seres,” me corregían las voces. “No sienten, Kayla. No
tienen derechos.”
Una vez que la puerta se
cerró, un manto de oscuridad nos envolvió y el cielo se volvió de un negro
opaco. De manera automática los faroles de las calles se encendieron. De un
dorado tenue, permitían ver los granos de arena llevados por el viento tibio y
manso.
La ciudad se recubría de
piedra gastada y detalles en madera. En la distancia, varios kilómetros
adentro, había pequeñas luces que prometían algo de lo que venía a buscar. Morr
no dijo nada. Creí que sintió lo mismo que yo. La ciudad estaba deshabitada.
Aceleramos todavía más porque ambos sabíamos que la puerta no se había cerrado
sin antes dejar pasar al grupo que teníamos por detrás.
—¿Dónde se metió ese tipo?
—grité, frustrada—. ¿No quería que ayudemos esta puta ciudad?
Paramos la marcha y miramos
en todas direcciones. No había rastros de tecnología ni gente. La piedra
derruida era la única ley. Suspiré y sacudí la cabeza.
—La puta que te pario,
Morr —dije.
Él no reaccionó. Se quedó
en silencio y me empujó hasta atrás de unos escombros, las ruinas de lo que
solía ser un hogar de dos pisos.
—Escondete por ahí; hay
alguien viniendo.
Lo miré y lo tomé del
brazo. Con un manto de luz blanca y un chasquido, conjuré la magia.
—¿Qué hiciste?
—Siempre y cuando no te
muevas y no abras esa boquita, somos invisibles por un rato.
Morr entendió de inmediato
e hizo silencio. Nuestra vista daba a una bifurcación. Vimos como el hombre
gris parecía salir de la nada y materializarse en esa esquina. Fuimos prudentes
y esperamos. Apareció el grupo que entró gracias a que les abrimos la puerta.
Eran tres: dos hombres y una mujer. El hombre gris pareció volver a jugar su
papel de actor.
—¿Creés en el destino? —me
preguntó Morr.
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