viernes, 7 de junio de 2019

Gamma — 10 — Kayla


El ritmo de las máquinas se perdía en la rutina. A prueba y error, ceros y unos.
Un porcentaje que siempre crecía, lento pero seguro. Ese proceso eventualmente llegaría a completarse.
Y una vez que se completara, no había vuelta atrás.
Eso me repetían las voces, susurrando adentro de mi cabeza. Me habían dotado de la capacidad de purgar sus circuitos y volverlos inservibles con poco más que un tacto. “Es el regalo que robamos de sus creadores” me decían. “Los creadores siempre dejan una salida de emergencia.”
Y siempre, antes de matar, me decían: “Ellos no sienten.”

Miré al caballero y levanté la mano para atacar. De inmediato entendí que era la opción equivocada. Él tenía demasiados secretos guardados bajo la armadura. Debía matarla a ella, a la de pelo rubio. Al pie de la luna, el mensaje era más que claro.
En su mirada inocente, clavada en las puertas de Banshala, parecía intentar disociarse de la realidad y encontrar una respuesta imaginaria a la encrucijada que se le presentaba. Una vez que arrastré mis pies por la arena, me vio y volteó a buscar refugio en Morr. Salté hacia ella y la tomé del pelo, haciéndola caer hacia atrás.
—¡Caballero! ¡AYUDÁME! —gritó. Rodeé su cuello con mi antebrazo.
—Tuviste suerte de encontrarme, caballero. Voy a hacer el trabajo sucio —dije. Él agarró su arma y atinó a desenvainarla. Pero a mitad de camino de sacarla, la dejó en su lugar y miró la cara de la mujer volverse roja—. Sin más dolor, nena.
Acaricié su pelo rubio y al acercar mi cara a su cuello sentí el último vestigio de su perfume femenino. Un sonido crujiente y seco le abrió paso a la eternidad. El caballero había corrido la vista y miraba el horizonte. Podía oler su dolor escapando a través de las rejillas de su casco.
Luego de unos segundos de intriga, las puertas reconocieron el sacrificio. Banshala nos bendecía ahora que nuestras manos le demostraban su coraje y nuestras almas su impureza.
—¿Creés en el destino? —le pregunté a Morr.
Él se quedó en silencio por unos segundos y suspiró. Soltó finalmente la espada y empezó a caminar.
De entre el viento y el eco del crujido del cuello de Annie escuché pasos. Apurados. Y eran más de una persona. Tuve una muy mala corazonada. Apuré el paso para alcanzar al caballero.
—Ese ruido… ¿es el hombre gris? —dijo, mirando alrededor.
—No. Tenemos compañía por detrás —respondí, seria.
—¿Por qué nos seguirían? —Su voz era profunda, ausente.
No dije nada y lo empujé para que caminara.
—Vamos, caminá. No quiero problemas ahora mismo.
—¿Qué paso con tu vigor, maga del desierto?
—Caminá, imbécil, y busquemos a ese tipo.
Cruzamos las puertas. Ahí estaba Banshala, una de las ciudades que se ocultaban bajo la arena del desierto. Las casas ruinosas y abandonadas daban la sensación de una civilización abandonada. Bajo el reparo de un hechizo, se habían ocultado del imperio. Pero a mí no me importaba ningún tipo de gobierno. Sabía más que bien que en esos lugares había máquinas y los fundidores dónde forjaban el metal de sus corazas. La luna y las voces me hacían saber de la abstinencia de purgar a esos seres. “No son seres,” me corregían las voces. “No sienten, Kayla. No tienen derechos.”
Una vez que la puerta se cerró, un manto de oscuridad nos envolvió y el cielo se volvió de un negro opaco. De manera automática los faroles de las calles se encendieron. De un dorado tenue, permitían ver los granos de arena llevados por el viento tibio y manso.
La ciudad se recubría de piedra gastada y detalles en madera. En la distancia, varios kilómetros adentro, había pequeñas luces que prometían algo de lo que venía a buscar. Morr no dijo nada. Creí que sintió lo mismo que yo. La ciudad estaba deshabitada. Aceleramos todavía más porque ambos sabíamos que la puerta no se había cerrado sin antes dejar pasar al grupo que teníamos por detrás.
—¿Dónde se metió ese tipo? —grité, frustrada—. ¿No quería que ayudemos esta puta ciudad?
Paramos la marcha y miramos en todas direcciones. No había rastros de tecnología ni gente. La piedra derruida era la única ley. Suspiré y sacudí la cabeza.
—La puta que te pario, Morr —dije.
Él no reaccionó. Se quedó en silencio y me empujó hasta atrás de unos escombros, las ruinas de lo que solía ser un hogar de dos pisos.
—Escondete por ahí; hay alguien viniendo.
Lo miré y lo tomé del brazo. Con un manto de luz blanca y un chasquido, conjuré la magia.
—¿Qué hiciste?
—Siempre y cuando no te muevas y no abras esa boquita, somos invisibles por un rato.
Morr entendió de inmediato e hizo silencio. Nuestra vista daba a una bifurcación. Vimos como el hombre gris parecía salir de la nada y materializarse en esa esquina. Fuimos prudentes y esperamos. Apareció el grupo que entró gracias a que les abrimos la puerta. Eran tres: dos hombres y una mujer. El hombre gris pareció volver a jugar su papel de actor.
—¿Creés en el destino? —me preguntó Morr.
—Ese hijo de puta sabe más de lo que pensamos.

Continuar

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