Mi instinto solía
advertirme de cuando alguna máquina estaba cerca. Pero desde ya había notado
que algo había cambiado. Esa cosa que la mujer llevaba de acompañante debía
morir, no tenía ni la menor duda de eso. Sin embargo, dadas estas
circunstancias, eso podía esperar.
Había un contexto que lo
permitía. Y desde que entramos a Banshala, las voces se habían empezado a
disipar, incluso con la luna roja ahí afuera.
La máquina y el noble
entraron conmigo, detrás del verdugo, que estaba quieto en medio de una sala
circular enorme, con tres posibles caminos enfrente. La sala tanto como los
pasillos que se abrían frente a nosotros, estaban iluminados por velas que
parecían haberse encendido con el sacrificio.
—Parece que no estaba
equivocado con lo de que ese tipo era político—dijo la máquina
—¿Dónde se fue? ¿Qué pasa?
—dijo el noble.
—Ese era Al-Hamid, y logró
lo que quería —respondió el verdugo.
—Acá no están solamente
las armas, ¿no? —pregunté. Ese hombre gris me había dado mala espina desde el
principio.
—¿Vienen con la Jueza?
¿Van a ayudarme? —preguntó el Verdugo.
Hubo un silencio que el interpretó como una afirmación. — No, acá
adentro no están solamente las armas. Hay un cetro que reclama la autoridad
sobre Banshala y su gente, por ende, su ejército. Pero solo es legítimo si es
alguien de los suyos, de otra manera es inútil.
—¡Vaya! Y qué político
era.
—Vamos, vos y vos por la
puerta de la izquierda, príncipe por la del medio, yo por la derecha.
—¡No! Bufón, tu vas
conmigo —se apresuró a aclarar el noble.
El verdugo levantó una
ceja y siguió su camino. Justo antes de entrar, se giró sobre si mismo.
—Si lo encuentran, matenlo
sin pensar dos veces. No es peligroso,
pero todo cambia si llega a hacerse del cetro.
El bufón y el príncipe
encararon a su puerta sin más preámbulos. Vi la mirada consternada del noble
antes de entrar en aquel pasillo. Tuve el instinto de enojarme por su
prejuicio; noté la intención de alejarme a la máquina. Pero entendí. Tenía
sentido que dejarme sola con esa cosa significaba su muerte. Algo cambió.
En algún rincón sentía el
impulso de poner mi mano en la cara de esa cosa y extinguirlo. Todavía
recordaba la playa de transición. El laurel mojado.
Apresuré el paso y me tomé
mi bastón con firmeza. Corrí por el
pasillo, alto pero angosto. Con las paredes talladas en piedra. Escritura
cuneiforme, tan antigua como la historia lo permite. Grabados de otros tiempos
y dibujos rupestres. Puntiagudos y extremos. Miedo.
Sin darme cuenta había
empezado a minorar el paso mirando el paisaje. Miré mi mano para ver mi herida.
¿Qué pasaba?
Sacudí la cabeza y seguí
hacia adelante.
Pensé en el ejército de
Banshala y sus muertos. Qué genialidad aquella. Una ciudad que vivía de los
sacrificios, mientras cada sacrificio significaba un alma más para su propio
ejército. Dejé de pensar que las armas que escondía el mausoleo era el
verdadero peligro. Banshala era todo un emblema por si sola.
Al final del pasillo vi
sombras moverse. El camino terminaba en unas gradas, repleta de seres caminando
de un lado a otro. Tenían el aspecto del pueblerino promedio de afuera del
Mausoleo. Me hice lugar y bajé escalones hasta la baranda que terminaba con
aquella tribuna. Enfrente mío, había otra grada a la misma altura. Abajo, un
salón enorme de miles de estos seres polulando. Adelante de la multitud había
un pequeño balcón, con un trono, rodeado de velas al mismo nivel que la grada
en el que yo estaba. El sentido común me hizo deducir que ahí era donde el
hombre gris intentaba llegar. Tan rápido como levanté la mano, sentí el sello.
Adentro de las puertas había un restrictor mágico. No había chance de poder
llegar hasta ahí intentando impulsarme en el aire con magia. Cerré los ojos
para pensar como llegar hasta allá. No pasaron ni diez segundos que una voz
violenta llamó a mi nombre.
—Kayla, te detesto —dijo
Annie con voz ronca. Sus ojos estaban tan abiertos como en el momento en que el
quebré el cuello. No llegó a sorprenderme del todo su aparición.
—No tenía nada que ver con
vos. Él fue el que te llevó hasta estas circunstancias. Y si realmente le
importabas a Morr, ¿por qué carajo no te defendió? —le dije, seca.
—Tus pecados te van a
carcomer, doncella.—dijo Annie, bastante molesta.
Me reí y no la miré. No
podía sentir ningún tipo de remordimiento, culpa o asco que viniera atado al
asesinato. Miré y seguí pensando en como llegar hasta aquel trono. De repente,
una sensación horrible me atacó el estómago. Me sentía mal.
Pero nunca por matar, sino
por Morr. Recordé el dolor escabulléndose por su respiración. Imaginé que
sentiría él si la viera. No entendía que era esta cosa de ponerme en el lugar
de otro.
—Podés odiarme... aunque
sabés muy bien que esto no tiene que ver conmigo. Solamente te maté de la
manera más rápida e indolora, Annie. Este iba a ser tu final en cada situación
en la cual te encontrabas con el caballero en el desierto. Si tenés algo para
decirle a Morr, se lo puedo decir. Él está afuera del Mausoleo.
Ella miró hacia abajo y
pareció recapacitar.
—Y sé que te hizo algo.
Algo peor de lo que yo te hice. No sé porqué le tomaste cariño —dije, obviando
el hecho de que sabía que para Morr no le era indiferente la muerte de la de
pelo rubio.
—Decile que existo. Que
todavía siento y recuerdo cada detalle de lo que hizo. Quiero que me vea a los
ojos y me responda una pregunta.
—Bien, lo haré. Tenés
suerte que las cosas parecen estar cambiando.
—¿Qué garantía tengo de
que una asesina tenga la consideración de cumplir mi voluntad?
Annie se alejó,
mezclándose entra la multitud de la grada.
Al levantar la cabeza vi
como del otro lado salían los dos payasos. El verdugo todavía no aparecía por
ningún lado.
Las velas del balcón se
intensificaron. El hombre gris salió detrás del trono y se acercó al borde. Con
una mirada fría levantó el trono por sobre su cabeza. Los pasos deambulantes se
pararon y todos los muertos miraron adelante, levantando sus cabezas. Al-hamid,
con una mueca que intentó ser una sonrisa, miraba el panorama. Nada se movió
por unos segundos, no hasta que el Verdugo apareció en la arena debajo de mí.
De inmediato la voluntad del líder de los muertos fue aplastar al del imperio y
su ejército respondió sin chistar. Mi primer pensamiento es como carajo había
llegado el hombre gris a aquel balcón si nos habíamos dividido para cubrir
todos los caminos y ninguno había llegado hasta allá.
Los muertos vivos se
abalanzaron sobre el Verdugo, quién todavía cargaba con su bolsa de armas. De a
varios lo tomaron por los brazos y las piernas. Y de un solo movimiento de su brazo,
mandó a volar a unos cuantos metros de altura a la mitad que lo había atacado.
Empezó a correr en dirección al balcón golpeando y vaporizando a cualquier cosa
que cosa de un solo golpe. Era un festín de sangre. Miembros y órganos, rojos,
salpicaban por todas partes y algunos volaban lo suficientemente alto para
apagar algunas velas de la sala. El ejército dentro del Mausoleo no era
infinito. Eran unos miles, que no alcanzaban a parar la fuerza irracional de un
verdugo. Ninguno tenía la mas mínima chance. Me dediqué a mirar. El noble y el
bufón hicieron lo mismo. Los muertos no nos estaban atacando a nosotros, solo
al verdugo. No habían pasado ni veinte segundos y ya destrozado a más de un
centenar. Un buen puño en uno alcanzaba para matar a unos más por el impulso
del cadáver volador. Y ni siquiera estaba dándose más alcance con sus armas.
Alcanzó la pared que daba a aquél balcón. Sin tardar empezó a golpear a los
banshalenses en dirección a la pared, apilándolos. Era tal su fuerza, que la
pared empezó a agrietarse. Mi boca estaba abierta de par en par. Nunca me había
sorprendido tanto del poder de un humano. Era totalmente ridículo. En lo que
tardé volver en sí, un pila de docenas de esos bichos fueron de escalón para el
Verdugo. Él saltó encima de la pila y con un impulso considerable en sus
piernas, saltó los otros casi tres metros de distancia que lo separaba del
balcón. Trepó y se encontró con un Al-hamid incrédulo de lo que veía. El líder
de Banshala movió las manos en un instante, liberando un pequeño destello
naranja. Era inconfundible; había roto el sello. El verdugo lo tomó por el
cuello y lo puso contra la pared. El hombre gris dejó caer el cetro y en el
mismo instante que tocó el suelo, noté que la multitud volvía a una neutralidad
pasiva.
El hombre gris lo miró a
los ojos, con un odio que pensé inviable para los banshalenses. Las manos del
verdugo empezaron a cerrarse más. Pero solo encontró arena y aire. El hombre
gris había desaparecido, y su plan se había frustrado.
El murmullo y los pasos de
los muertos llenaron el silencio. Desde mi lugar escuché el suspiro del
Verdugo. También noté que su respiración parecida agitada y que su piel
brillaba. No era gratis eso de repartir trompadas a todo lo que se moviera.
Respiró profundo una última vez, tomó el cetro y saltó desde el balcón al
suelo, como si nada. Aterrizó tranquilo, y comenzó a caminar entre la misma
multitud lo había estado intentando matar. Se dirigió a la salida, y tanto yo
como Crove y la máquina, hicimos lo mismo por nuestros respectivos pasillos.
Apuré el paso y llegué a la primera sala de Mausoleo antes que el resto. En
cuanto llegó el Verdugo, me le acerqué.
—Dijiste que Al-Hamid no
era peligroso y puso un puto restrictor de magia—dije.
—¿Sos maga, no?—preguntó
él, poco interesado, dirigiéndose a la salida sin esperar.
—No interesa qué soy yo.
Ese tipo es más que un político en contra del imperio y vi que lo dejaste
escapar.
—Él no es idiota. Ahora
sabe que no tiene la más remota chance de ganar si estoy acá —dijo tranquilo.
—No es que me interese que
carajo pase con Banshala, pero ¿y las armas?
—Solo nos intenta
intimidar, es una amenaza no creíble. El peligro era este cetro, y no va a
volver a caer en sus manos.
Pensé en seguir
reclamando, pero tenía sentido que Al-Hamid fuera peligroso, pero no para la
escala de un guerrero como el que tenía al lado. Todavía me costaba procesar la
proeza de lo que había hecho hacía solo instantes atrás. De todas maneras,
sabía perfectamente que un sello restrictor no era cosa de todos los días. El Verdugo
sacó de entre su bolsa de armas, un paquete de cigarrillos y prendió uno.
—Esperemos a los otros
para salir —dijo, con esa serenidad que ya parecía ser inherente a su persona.
Los otros dos no tardaron
en venir y se sumaron a nosotros.
—Señor Verdugo, no debería
fumar, el tabaco daña los bronquios —dijo la máquina.
El verdugo rió y siguió
caminando.
—La puerta... ¿cómo
hacemos? —preguntó Crove.
—No desesperen, los
verdugos tenemos un par de ases bajo la manga.
Nos acercamos hasta la
enorme puerta de madera y con la mera presencia del verdugo, la puerta se abrió
de par en par. Morr se acercó despacio; la jueza miró desde lejos, expectante.
—Bueno, al final parece
que no necesité de su ayuda —rió el Verdugo—. Sigan su camino al caso, señoría
—dijo ahora mirando a la Jueza.
—¿Todo en orden? ¿El
político está...?
—Contenido, digamos —dijo
el Verdugo, con todavía poco más de simpatía.
Hacía bastante que no me
cruzaba con alguien de jerarquía del Imperio, pero no dejaba de sorprenderme el
buen humor de este tipo.
—Deberían esperar en
Banshala a que pase la luna roja antes de seguir, no puede faltar más que unos
pocos días—recomendó.
—Verdugo, soy Crove.
Perdón por el malentendido, entramos redondos en el cuento del hombre gris
—dijo el noble. El verdugo asintió despreocupado—.Estamos siguiendo el rastro
del que aparentemente está causando todo esto. Es la Serpiente.
—¿Del caso de
Dornwich?—dijo dándole una última calada al cigarro antes del tirarlo.
—Exactamente
Giré a ver a Morr. Sentí
su incomodidad traspasar la armadura. Se respiraba. Se sentía. Si tuviera que
darle un color, sería un rojo oscuro o bordó.
—Si, escuché algo
—contestó el Verdugo.
—Su rastro llegaba hasta
acá. Pero no tenemos idea por dónde seguir. La apariencia de la serpiente es
exactamente igual a la de él —dijo Crove, señalando al caballero esqueleto.
—Solo escuché rumores,
pero mi equipo también me contó algo sobre un caballero esqueleto en dirección
a Gentium —dijo el Verdugo, llevándose su mano al mentón.
—No creo que podamos dejar
pasar pistas pensando que son casualidades —sentenció Crove.
—Tampoco es casualidad que
el próximo caso de mi Jueza sea en esa misma dirección—dijo el bufón.
Miré al grupo y me reí. Ya
no tenía nada que ver con ellos.
—Voy a hacer la despedida
menos dramática y me voy a ir caminando por allá. Buena velocidad en el viaje a
Gentium. —dije, sin esperar nada de ellos. Ya no teníamos nada en común.
Ninguno me siguió. Ni
siquiera Jakoppi. Tampoco volteé a ver sus reacciones.
Me sentía rara, y no tenía
la energía para simplemente ir a cumplir con la voluntad de las voces porque
sí. Las cosas habían cambiado y no entendía muy bien porqué.
Caminé hasta la casa de
Jakoppi para buscar una cama dónde apoyar mi cabeza en algo suave y con algo de
suerte poder robarle un poco de comida al dueño de la morada.
Mi mente divagó en el
viaje y las cosas perdieron su sentido. Las ideas empezaron a flotar y a
invadir el remanso de lo que había dentro de mí.
En la playa de transición,
apareció Morr. Y también la Jueza. Ambos quietos, sentados en la arena.
La mujer, que solo oír su
voz me traía paz. Y Morr, respirando ese aire bordó, en medio de toda esa gama
de grises.
Ninguna persona había
llegado a meterse ahí dentro. No eran más que rayas negras en el horizonte.
Banshala, Ciudad de los muertos.
Detrás de Morr, apareció
Annie, como el fantasma que era en su nueva existencia. Caminaba de un lado a
otro, detrás del caballero, arrastrando sus pies en la arena. Sus ojos seguían
tan abiertos de la misma manera perturbadora. No me daba tranquilidad saber que
esa mirada ahora estaba dentro de mi cabeza, mirando el mismo mar al que yo
siempre miraba.
Volví en sí al llegar a
destino, busqué engullir cualquier comestible que tuviera el anfitrión. Busqué
en la cocina de Jakoppy, busqué en las alacenas. Había pan y mermelada. También
había para hacer té. Pero no pude alejarme demasiado de mis pensamientos; al
hervir agua con mi magia y me dejé llevar reflexionando sobre el caldero en el
que esos científicos me crearon.
El agua; burbujeante. El
té le da color y cambia el aroma del lugar. Yo no fui muy distinta a esa
infusión. Salvando las distancias de brebaje y ritual que concluía intentando
dar una respuesta al caos en la que la humanidad estaba inmersa, sentí la misma
sensación de estar siguiendo una receta. ¿Qué tenían en la cabeza cuando me
eligieron? ¿Por qué simplemente no alguien como un Verdugo?
No dudaba de mis
capacidades... pero esto no había pasado nunca. Gente en mi cabeza. Y gente en
la calle que me superaba plenamente en condiciones físicas. De repente no mato
máquinas. De repente pienso y medito. De repente siento. Y no solo escucho mis
pensamientos, sino que mis propios pensamientos son sobre los posibles
pensamientos de otras personas.
Bajo el manto de oscuridad
de Banshala estaba sola. Las voces se habían convertido en un mero susurro que
se llevaba el viento.
Toda mi vida me habían
dicho qué hacer. Era la primera vez que no tenía instrucciones claras delante
mío.
Cuando finalmente el té se
enfrío y pude tomarlo, incluso el jengibre de la bebida encontraba su camino en
mí. Todo tenía su propia frescura y novedad. Era abrumador. Fui hasta el cuarto
y apagué todas las luces y cerré la puerta. No esperaba visitas. Quería que el
día terminara de una vez. Me desvestí y me metí dentro de la cama
Cerré los ojos y por fin
vi oscuridad. Fue un mano a mano con el negro de mis párpados. El aplacamiento
de mis sentidos duró solo por unos minutos. Sentí los rastros del sabor de la
mermelada por frotar mi lengua contra el paladar. Mi corazón latiendo parecía
un metrónomo. Las sábanas que rozaban mi cuerpo desnudo y se sentían como si se
envolvieran en mí, costringiendo mis piernas. Mis manos transpiraban y parecían
que estaban metidas adentro de un río constantemente.
El templo que habían
construido parecía haber mostrado la hilacha. Existir era insoportable.
En algún momento, mi
cerebro se apagó, sobrecargado de sensaciones. Caí en el sueño, en el laurel y
la playa de transición; dónde por un segundo pensé que las cosas volverían a
ser como antes. Al instante volvió a Morr, con su respiración de colores y
Annie arrastrando sus putos pies en la arena.
Di vueltas y vueltas en
las sábanas ásperas para volver a cerrar los ojos y encontrar el mismo
panorama.
El mensaje era más que
evidente: debía decirle la verdad a Morr.
No era difícil imaginar
donde se encontraba el caballero, le habían nombrado a su pequeña obsesión. Y
ellos parecían tener ahora un rumbo en conjunto. Hasta Jakoppi debía haberse
quedado con ellos para ser testigo del caos que vendría. Mi memoria se volvía
imprecisa al intentar armar la idea de dónde quedaba la casa donde había
encontrado a la jueza. Mis recuerdos eran difusos de la última media hora antes
que me desmayara. El noble me había hecho algo. Y tenía la herida en la mano
que ya se encontraba prácticamente sanada.
Pensar en detalles era
imposible. Todas estas sensaciones eran demasiado para mi cabeza. De nuevo,
desde el caballero hasta la jueza. Desde los ojos de Annie al verdugo. Desde el
cetro a la luna roja.
Pero de entre ese marullo,
una idea sencilla empezó a tomar protagonismo. Y más que protagonismo, tenía
muchísimo sentido.
Seguí caminando con la
cabeza gacha, taciturna, en una marcha torpe. Cada unos cuantos metros me
chocaba con algún pueblerino y volteaba a mirarme a buscar una explicación de
mi falta de modales.
En un primer lugar, tenía
la idea que Banshala iba a estar llena de las máquinas. Alguna fundidora y unas
cientas de esas cosas caminando por la calle, impunes. Pero la esencia de la
ciudad parecía ser totalmente distinta. Fría y tibia al mismo tiempo, un limbo.
Después de caminar varios
minutos sin dar con el paradero de Morr. Reconocí que no estaba demasiado lejos
del pasadizo al Mausoleo. Bajé la cabeza y seguí un poco más, hasta toparme con
otro de los ciudadanos.
Sentí el tacto del metal
de su coraza. Escuché el sonido de lata que hizo al apoyar su pie. Era una
máquina. Y matar una máquina era estar un paso más cerca del final. Los
circuitos que hacían sus ojos no llegaron ni a reaccionar como le ponía mi mano
en su frente. Puse mi dedo pulgar entre ojo y ojo. Suspiré y luego un segundo
una luz blanca salía de mi mano. Sus ojos y su boca se llenaron de esa luz y
todos sus fusibles se quemaron de manera irremediable de inmediato.
Una avalancha de recuerdos
de la máquina venía a mí cada vez que los purgaba de su existencia. Y en ese
flujo, vi algo que me hizo notar mi error. Levanté mi cabeza y vi al Verdugo
unos más atrás de la víctima. Los pedazos vitales de la máquina empezaron a
deshacerse en el aire. El metal más duro y rústico se oxidaba y se rompían. Se
volvía chatarra.
Quise pensar en explicar
el malentendido. Pero me sentía demasiado bien. Todo se estabilizó en mí. Con
la mirada fría, miré al Verdugo acercándose y tanteando por su bolsa con armas.
Su esencia tranquila y buen humor se había interrumpido por un ceño y nariz
fruncidas.
—Él venía conmigo, ¿qué
carajo te pasa? —dijo el Verdugo, furioso.
No saqué la vista de él y
no me achiqué. Él me miró directo a los ojos.
—¿Cuál es tu
problema?¿Querés que te ...? —dijo, quedándose por la mitad.
Cuando estaba a solo medio
metro de mí, se quedó perplejo.
—Vos tenés más de un alma
—dijo el Verdugo en apenas un susurro.
—Si—dije, segura y
revitalizada por el asesinato.
—¿Y decías que un
restrictor mágico era exótico? —dijo, dejando sus armas y deshaciendo la
expresión de furia de su cara. No respondí esa pregunta. —¿Quién te hizo esto?
—¿Qué cosa?
—Infudirte almas. ¿Quién
decidió que este fuera tu destino?
—No lo sé, no lo tengo muy
en claro. Solo sé que me crearon para destruirlas a ellas —dije, señalando la
máquina que había purgado.
—¿A las máquinas? No es la
primera vez que escucho eso. ¿Cómo te llamás? —preguntó el Verdugo.
—Kayla.
—Somos parecidos, Kayla
—dijo.
Levanté las cejas
sorprendidas y sentí un calor en las mejillas. Pero me quedé en silencio.
—Entiendo qué se siente,
no estoy enojado por lo de recién.
—¿Qué es lo que
entendés?—le pregunté.
—Entiendo lo que es tener
órdenes metidas en la cabeza —dijo.
—¿Órdenes?—volví a
inquirir
—Voces, Kayla —dijo, seco.
Llevé mi mano a la boca.
—¿Vos... también?
—No. Estoy seguro que el
proceso que usa el Imperio es único, pero alguien descubrió otro manera.
—¿Qué es lo que te
piden?¿Cuál es tu deber?
—Defender el deseo del
Emperador. Sin embargo, creo que no siempre es así. Solo los que nacemos con un
solo deber.
—Yo no nací siendo esto.
—¿No? Entonces es evidente
que son procesos distintos. Los que te hicieron esto, ellos están ...
—Muertos, y desde mucho
antes que el proceso se completara.
—¿Qué te piden?
—Encontrar cada fábrica,
cada fundidora, parar la producción y matar a las máquinas.
Él me miró serio.
—Bueno, en realidad, si tu
objetivo es ese en realidad... —dijo y se rió.
—¿En realidad...?
—Es que me paso de lengua
si hablo. Bah, qué más da. Decime cuál es la historia de las máquinas.
Sacudí la cabeza, no
entendiendo del todo.
—La tecnología avanzó y
avanzó hasta el punto donde creamos máquinas. Básicamente. —dije
—No es tan así, señorita
maga.
—¿Cómo que no? —dije
realmente confundida.
—Esa historia que sabés,
todos dan por verdadera y parece muy lógica, en realidad es mentira.
Le lancé una mirada
escéptica.
—Nadie sabe construir
máquinas. Solo una persona.
—¿Me estás jodiendo?
Destruí un montón de fábricas.
—Si, saben ensamblarlas.
Algún grupo sabe que algunas de las partes de las máquinas vienen sola y
exclusivamente de un lugar. Pero prácticamente nadie sabe que solo es una
persona el que las crea. Y todavía menos personas saben que todas las máquinas
están unidas a él.
Mi boca se desarticuló por
casi medio minuto. Me reí.
—No sé desde cuando la
burocracia del Imperio ve con buenos ojos bromas así.
Su mirada era de
impaciencia.
—Sabés que no estoy
mintiendo.
—¿Quién es entonces?
—Su apodo es un poco
redudante, le dicen "El inventor".
—Dejá de mentirme, pedazo
de mierda.
Él se tomó el entrecejo y
sacudió la cabeza.
—Esto que le hiciste a la
máquina no lo puede hacer ningún arma. Es algo inherente a vos. Es algo
orgánico en medio de los circuitos.
—¿Qué... carajo querés
decir?—pregunté, ya indignada.
—Qué esos pedazos de metal
no pueden existir por si solos. Circuitos y chatarra. Pero ellos piensan,
sienten, sueñan. Hay algo vivo dentro de ellos que les da su existencia. Esa es
su conexión con el inventor.
—Digamos que te creo.
¿Cómo hago que esto me sirva?
—Dejá de buscar las
fábricas para eliminar una por una. Busca información del inventor.
—¿Por qué mis creadores no
lo sabrían?
—Es que es secreto bien
guardado. No solo lo saben pocas personas, sino que hay una historia
perfectamente lógica y fácil de entender que hace de piedra angular. Todos
damos por hecho que dos más dos es cuatro.
—¿Y dónde consigo
información? De repente parece que todo lo que sé es obsoleto.
—Gentium parece buena
opción, hay una fundidora enorme. Podés ir con el resto del grupo. Irías bien
acompañada, además.
—¿Qué es todo esto,
Verdugo?¿Por qué me decís?
—Ya te dije, Kayla, somos
parecidos.
El rió y se rascó la
cabeza.
—¿Cómo te llamás?—quise
saber
—Jano.
Meneé la cabeza y me alejé
saludándolo con un movimiento de manos tímido. Me di vuelta y apuré el paso
para poder encontrar esa casa de una vez.
Luego de media hora, di
con la casa. Toqué la puerta y esperé. Intenté parecer menos seria que de
costumbre. La puerta la abrió la jueza.
—La que se va sin ser
echada, vuelve sin ser llamada —dijo la Jueza, sonriendo.
—Voy a Gentium con
ustedes.
La Jueza se rió e hizo
seña que pasara. La bienvenida no se destacó por la calidez. Me miraron con
cierto recelo. Y a la vez, con escepticismo. No me importó en lo más mínimo. Y
no entablé conversación con ninguno por un rato, solo me senté una silla por
unos momentos para procesar lo que había pasado. Cuando sentí que podía llegar
crédito a que todo esto no era un sueño, me acerqué a Morr.
—Caballero, necesito
hablar con vos.
Sentí su sorpresa. Se
quedó en silencio por un momento y afirmo lentamente. Le sugerí ir afuera, al
patio. Allí estaba la mula, me puse a su lado y la acaricié.
—Volviste... ¿por qué? —dijo
Morr.
—Hablé con el Verdugo y me
reveló información invaluable. En Gentium hay algo que busco.
—Pero eso no es de lo que
necesitabas hablar, ¿no, doncella?
—No, por supuesto que no.
Es sobre lo que vi adentro del Mausoleo.
—¿Eh? ¿Qué viste?
—Annie estaba ahí metida,
y me pidió algo.
—¡¿Annie?!
—Sé que ella era más que
un pedazo de carne para vos. Ella siente algo por vos también. No creo que sea
la relación más sana del desierto, pero… quiere que la recuerdes.
—Annie...
—Ese fue su deseo. Así son
las cosas.
—Esa Serpiente maldita.
—¿Qué tiene que ver la
Serpiente?
—El demonio está cinco
pasos por encima de todos. Por más que suene a una trivialidad, no hay más
casualidades Kayla.
Afirmé en silencio y él se
fue adentro, cabizbajo. Acaricié el pelaje de la mula.
En todo lo referido a
Morr, su juicio parecía entibiarse cuando la serpiente estaba en juego.
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