viernes, 7 de junio de 2019

Gamma — 18 — Morr

Por el techo de la cúpula ya no entraban rayos de sol, y los ciudadanos llevaban velas; esas eran las únicas señales que indicaban que había caído la noche. Esa ciudad, muerta como sus habitantes, privada del exterior, parecía en un estado constante de quietud. De purgatorio; entre dos estados.
—No poder ver el cielo, las estrellas… te afecta —dijo el noble.
Medité sobre un silencio apacible mientras observábamos el negro por fuera de la ventana. Hacía unas horas nos habíamos agredido en esa misma casa, y la ciudad estaba cerca del punto de ebullición. En ese momento el Imperio tenía las cosas bajo control, pero el ambiente no era menos tenso. Esa ciudad siempre iba a sentirse al borde de un precipicio.
—Para algunos el cambio fue para mejor —murmuré.
—¿Hablás de tu compañera? Me sorprendió que volviera.
—A mí también. Cuando la conocí quiso lastimarme, igual que vos. —El príncipe rió, pero yo no—. Digo que la juzgue mal.
—Lo nuestro fue un malentendido, pero ella sabía lo que hacía cuando atacó a nuestro bufón. Tiene algo con las maquinas, esta loca. No creo que podamos convivir.
—Ustedes nos atacaron primero.
Crove rió un poco más, pero su mirada era profunda.
—Decime… ¿la conociste durante este ciclo lunar?
—Ah, sí —dije.
—Durante el rojo.
—Sí, pero…
Crove corrigió su postura y me miro a través de la mesa.
—También hubo una luna roja durante Dornwich… ¿no?
No dije nada.
—¿Sabe tu compañera lo de Dornwich? ¿Se lo contaste?
—Creo que ya entendió casi todo: La Serpiente mató a todo el pueblo. No es algo que tenga que hablar con nadie que no sea de Dornwich.
—Pues el imperio no cree lo mismo; fue un crimen serio. ¿De dónde vino? ¿Por qué le pusiste ese apodo?
Empecé a sentirme mareado, a sentir que llegaba el vértigo que venía con recordar lo que paso.
—Dije… Que no tengo porque hablarlo… con alguien al que no le paso —jadeé.
—Morr, ese asesino sufrió la enfermedad de la luna, ¿no?
Levanté la mirada por primera vez, pero esperé que no pudiese darse cuenta con mi yelmo encima.
—No es muy sabido, pero hay más casos de locura durante ciclos de luna roja —continuó Crove—. Estas personas se vuelven violentas y antisociales. No suelen durar más allá del ciclo; terminan matándose. Los cadáveres que se examinaron tenían todos una marca en la piel; por la radiación, seguro.
—Quizá… sí entendes más de lo que pensé. Sí. La Serpiente apareció así.
El noble asintió en silencio, y me permití relajarme cuando vi que aceptaba mi explicación y no iba a indagar más. Pero yo sabía que solo le había dado una verdad a medias.
—Entonces, ¿no pensaste que eso le paso a la bruja? —preguntó—. ¿Qué el ciclo rojo la afecto?
Sufrí un escalofrió.
—No.
—No hay otra explicación. Se calmó en cuanto estuvimos bajo un techo que tapaba a la luna.
—Kayla no tiene nada que ver con la Serpiente.
—Tu pueblo era pequeño, ¿no? ¿De qué trabajabas?
—Era herrero —admití—. ¿Y qué?
—Lo único que digo es que no es culpa tuya. En un pueblo en medio de la nada, con pocas personas, donde solo tuviste que aprender a golpear con un martillo. En la capital es distinto. Recibí lecciones desde mi infancia, educación, me enseñaron a tener una mente abierta. A buscar patrones. Es lo más lógico que Kayla se haya intoxicado con radiación. Por lo menos estoy seguro de que la luna es importante para ella.
—Podes haber leído muchos libros… Pero no significa que hayas vivido la vida. Cualquiera puede adivinar cosas vagas.
Crove silbó.
—Como dije, no es culpa tuya. Pero no me hables de vivir la vida. No sabés nada sobre mí.
—Y vos no sabés nada sobre Kayla.
Me levanté y dejé el cuarto. En la entrada estaban Kayla y la Jueza, sentadas juntas. El robot no se veía. Las mujeres me miraron cuando aparecí, pero no sabía si había interrumpido una conversación o si habían estado calladas. La Jueza sonreía. Ella parecía la persona más segura en toda esa casa.
—Vamos —dijo Kayla, poniéndose de pie, entendiendo de inmediato. Pensé en lo que había dicho el noble, y me sentí desagradable.
—Nos vemos pronto —dijo la Jueza, justo antes de que cerráramos la puerta.

Recorrimos el camino a casa de Jakoppi en silencio. No entendía a Kayla, y ella no me entendía a mí, pero ahora que habíamos conocido a nuevos desconocidos nos sentía más cercanos por comparación. No quería sospechar de ella. No quería creer que podía ser una Serpiente en potencia.
Pero mientras caminábamos miré su piel, tan suave. Su pelo ondulante. Su estatura más baja. Todo lo que la hacía una mujer, lo que significaba que tenía que atraerme, aunque no fuera así. Me daba el derecho de tener poder sobre ella, de hacer lo que quisiera con ella. Empecé a temblar. No quería pensar estas cosas, pero así era como se había decidido que tenía que actuar. La Serpiente había matado la parte de mí que estaría en desacuerdo. Me había convertido en eso. Era todo su culpa. La Serpiente me obligaba. Y cuando Kayla se acostó, y esperé el tiempo suficiente para que estuviese dormida, me acerque a su cama, la observé en la oscuridad, y use mi cinturón para atarle las manos por la espalda.
No tardó en despertarse. La Kayla de antes hubiera gritado, pateado, atacado, pero ahora solo mostro confusión. Me habló, me preguntó qué estaba haciendo, pero yo no respondí nada mientras le iba sacando la ropa. Estaba sentado sobre sus piernas, impidiendo que se levantara. La mirada de Kayla se fue trastornando, pronto mostro un odio incrédulo, pero nunca mostro miedo.
—¿Vas a hacerme lo mismo que a Annie? ¿Es lo que le haces a todas las mujeres?
Solo en ese momento respondí.
—No.
Postrado sobre su cuerpo desnudo, con mi armadura puesta, debía estar lastimándola. Pero no era mi intención. En realidad, abriendo una ventana junto a la cama, lo único que hice fue observarla. Examinar cada centímetro de su cuerpo, buscando. Tenía que asegurarme que el noble estaba equivocado, que Kayla no era un monstruo. Mis jadeos agitados casi se convirtieron en gemidos. La revisé varías veces, pero cuando estuve satisfecho me recorrió una sensación de bienestar. Me estremecí. Kayla estaba limpia.
—Gracias. Gracias —balbuceé.
No tenía ninguna marca de la luna roja.
Lentamente, salí de encima suyo y le desaté las manos. A Kayla no le importo. Nunca le faltaron formas de defenderse si hubiera querido. Nuestros ojos se cruzaron por un momento.
Antes de que pudiera encontrar las palabras que quería decirme, sus ojos se corrieron para ver algo detrás mío. Su gesto empeoró. Me di vuelta, y los dos vimos que Jakoppi había estado observando todo el tiempo, parado en el cuarto.
—Morr —dijo ella, mientras lo mirábamos—. Ándate. Por favor. Ándate de esta casa.
Trate de responder, pero mi voz salió reseca. Me aclaré la voz mientras el sudor caía por mi rostro.
—S-Solo quise ver si estabas sana. Este es el hogar de Jakoppi. No es tuyo.
—Decile, Jakoppi. Por favor.
La expresión de Jakoppi era inescrutable bajo su máscara con respirador. La iluminación en sus ojos titilaba en la oscuridad.
—¿Por qué? —dijo al fin—. No entiendo estas cosas. Yo soy Jakoppi. Solo observo. Observo y le dejo los juicios a los demás. Esta casa es de quien quiera usarla.
—Está bien —dijo Kayla—. Entiendo. Hijos de puta. Están locos.
Su mirada acongojada recupero la compostura, la dignidad. Sin importarle nuestra presencia, Kayla volvió a vestirse. Cuando terminó, agarró su bastón y se fue hacía la entrada. Nos miró, pero no dijo nada, y salió.
—Buenas noches, señor —dijo Jakoppi, como si nada hubiera pasado. Se fue a su cuarto. Me mantuve de pie durante unos momentos; no podía calmar mis palpitaciones. Al final me dejé caer sobre la cama de Kayla y abracé mis piernas.
Todo estaba mal. Todo era desagradable. Todo dolía y ardía. Lo único que me protegía era mi armadura. Banshala era una ciudad muy húmeda, y había transpirado todo el día, pero no me atrevía a sacarme la armadura. Sentía que era lo único que me mantenía entero. Era la Serpiente; la Serpiente me había llevado hasta ese punto. Aún si Kayla me odiaba, valía la pena el esfuerzo de evitar que lo de la Serpiente se repitiera. Podía recordar a toda la gente del pueblo, a Anton, cruzando la calle de mi negocio todos los días. Cómo los extrañaba. Anton. Necesitaba verlo de nuevo. ¿Por qué no podía ser él el que estuviera en el mausoleo?

Ese día no pude conciliar el sueño. Cuando el sol volvió a filtrarse a través del techo de la ciudad, Jakoppi me preparo una comida; su presencia era calmante y pude quitarme el yelmo y alimentarme. El resto del día transcurrió en silencio, lentamente, laboriosamente. Dejé que el calor me quemara mientras permanecía tirado en la cama, porque lo merecía, porque era mi flagelo. Pensé en ir a ver a Annie. Pero las puertas del Mausoleo demandaban un sacrificio, una muerte. El único que podía abrirlas era el Verdugo, pero no tenía el derecho de pedirle un favor a un agente de la ley. Atravesaría esas puertas cuando fuera el momento adecuado. Cuando me lo ganara. Quizá… cuando arrastrase a la Serpiente hasta ahí para que ella fuera mi sacrificio.
Pasaron dos días. Kayla no había vuelto. Me preguntaba si se había refugiado con el dúo del Imperio, si ya habían partido hacia Gentium. No tenía derecho a ir con ellos, pero iba a tener que ir a esa ciudad, aunque no lo quisiera. No podía escapar de mi responsabilidad con la Serpiente. Iba a partir… pero no sabía cuándo. Seguía esperando que Kayla volviera. Quizá en el fondo quería que ella me salvara.
Al amanecer del tercer día abrieron la puerta de la casa. Era Kayla, pero tras ella también entraron la Jueza, el noble y el robot.
La bruja me miró sin decir nada. Su mirada no transmitía odio, sino lastima.
—¡De pie, caballero! —dijo el Bufón—. Hoy terminó el ciclo de la luna roja, así que va a ser seguro hacer el viaje a Gentium. Creo que todos en este cuarto creen que los demás están locos, ¡así que todos nos vamos a llevar bien! Y por suerte hay mucho lugar en el carruaje que conseguimos, para evitar los silencios incomodos.
—¿Puedo ir yo también? —preguntó Jakoppi. Yo me había levantado y estaba recogiendo mis cosas, sintiéndome humilde.
—Con esa estatura no creo que los caballos ni noten tu peso… —empezó a decir el Bufón.
—Cerrá la boca—dijo la Jueza—. Vos sos Jakoppi, ¿no? ¿Primero le ordenas a Kayla que se vaya de tu casa, y ahora querés acompañarla?
Así que Kayla no les había dicho la verdadera razón por la que se fue. Jakoppi no la corrigió.
—La juzgue mal —dijo—. El señor Morr me explico cómo era ella.
—Ajá… —dijo la Jueza.
—Puede venir —dijo Kayla—. No puede hacernos nada.
—Está bien, como vos digas. Vamos, vamos. Quería llegar con un mes de adelanto a mi juicio, pero este pequeño desvió me costó una semana…
—¿Eso es lo que te preocupa? —suspiró Crove—. Si mi asesino de verdad se dirige a Gentium podría ordenar que se cancelen todos los juicios.
—Hacelo, y el siguiente juicio sería el asunto de tu misterioso asesinato.
Todos empezaron a salir por la puerta, mientras la Jueza se las mantenía abierta. Cuando estaba por ser el último en salir, la Jueza me detuvo para susurrarme algo.
—Escucha: Puedo sentir el crimen en vos. No creas que no. No se puede escapar de los juicios, solo mantenerse útil para que el imperio te crea necesario. Cuando eso deje de ser así…
Y cerró la puerta de un portazo. La Jueza avanzó para reunirse con el resto, que se estaba alejando.
—Ya lo sé —susurré—. Voy a la ciudad para encontrarme justamente eso. Estoy persiguiendo mi castigo hace mucho tiempo.

Pronto llegamos a las escaleras que daban al mundo exterior. En las ruinas de la superficie nos esperaba un carruaje llevado por dos caballos. Las puertas del sacrificio estaban abiertas.
—¿Dónde está el gran Verdugo? —preguntó el Bufón, y proyectó su voz—. ¿Acaso se creé muy bueno para despedirnos?
—Idiota, ¿quién creés que abrió la puerta? —dijo la Jueza—. También nos proporcionó este transporte y provisiones. No sé por qué alguien tan importante gastaría tiempo en ayudarnos.
—Supongo que los Verdugos no son como los imaginaba —dijo Crove.
—No, es verdad —dijo Kayla, con una sonrisa.
—Debe estar ocupado manejando el mausoleo —continuó Crove—. Estuve preguntando por la ciudad y quieren destruir las puertas del sacrificio y construir una barrera que no pueda ser atravesada, para que nadie pueda usar ese lugar. Pero esta es “la ciudad de los muertos”; va en contra de la religión y la cultura de su gente que no puedan dejar a los muertos en el mausoleo. No es tan sencillo. Además, el Imperio tiene que retirar el núcleo demonio y la Brahmastra. Que la ciudad saliera a la luz fue una catástrofe, pero recuperamos un gran botín.
Ya estábamos subidos al carruaje, y empezamos a alejarnos de la ciudad. La miré mientras las puertas en forma de cuerno se hacían pequeñas. Pensé en las palabras de Crove, que se sentían portentosas. Por lo que me habían explicado, esas armas parecían demasiado poderosas para estar circulando. Aunque no se había desatado ningún ejército, al exponer la ciudad la Serpiente había cambiado el estado del mundo de todas maneras.

El viaje a Gentium duró dos semanas. Salimos del desierto de Artemis en el quinto día, sin toparnos con ningún arlequín, sin que nada nos obstaculizara. Pero ese no fue el fin de la arena. Los desiertos continuaban, aunque ya no eran territorios prohibidos, inhóspitos. Habíamos entrado en territorio sancionado del Imperio.
Podría no haber más arlequines, pero el mundo seguía siendo el mismo lugar viejo y roto. El mismo lugar en estado de cambio; y lo comprobamos el octavo día. El sol abrasador se hacía sentir a todo momento, incluso con la sombra del vehículo; el paisaje siempre era igual, así que en algún momento dejé de mirar por la ventana y todo se volvió monótono. Pero de repente parecimos cubiertos por sombra. Mi sudor se volvió frio y empecé a tiritar. Los demás también temblaban. Miré al exterior, y creí estar soñando cuando vi los copos de nieve. Estaba nevando.
—Increíble —dijo Kayla.
El Bufón paró a los caballos, y salimos del carruaje para sentir la nieve bajo nuestros pies. No tenía sentido; al mirar atrás todavía podíamos ver el desierto naranja a la distancia. Los vientos helados habían aparecido en mitad del camino.
Retomando la marcha, atravesamos ese ecosistema helado por unos minutos. De pronto, el Bufón soltó un grito: “¡Ajá!”
—Ahora entiendo —dijo. Señalo hacia adelante, donde podía verse una puerta destrozada. Una puerta de madera en medio del vacío de la arena.
—¿Qué es eso? —murmuré.
—No tengo idea —dijo la Jueza, mirando a su Bufón con una ceja levantada.
—Creí que ustedes los del Imperio tenían su educación especial —gruñí. Crove se encogió de hombros.
—Bufón —dijo la Jueza—. ¿Cómo podés saber algo que yo no sé?
—Es una memoria lejana… del lugar del que nací, ¿sí? Mi primer hogar… la fábrica de ensamblaje —rió.
—Dioses —susurró Kayla—… Háganlo callar. Cada palabra que dice me… altera.
La mire, ocultando su cara entre sus brazos. Quería ponerle una mano en el hombro, o decirle algo, pero no pude hacerlo. Sin importarle esto, el bufón siguió hablando.
—Había una “puerta” en mi hogar. Una puerta mágica que conectaba dos lugares separados por una gran distancia. Con solo abrir la puerta, podías estar en el otro lugar. Así es como mis papas podían recibir todas las partes para la fábrica. Eran gente muy hábil.
—Entiendo —dijo la Jueza—. ¿Y creés que esto es lo mismo?
—No sé, ¿Cuánto recordas vos de tu primer añito? No recuerdo los rostros de nadie… No creo que fueran como ustedes.
—Me refiero a la puerta, idiota. ¿Creés que era una puerta mágica?
—Bueno, tendría sentido. Una puerta que llevaba a algún lugar nevado. La puerta se rompió, y el lazo quedo roto, pero el frio permaneció acá, tapando todo con nieve y arena. Quién sabe que había bajo el camino que estamos atravesando, ¿eh? Quizás otra fábrica.
—Quién sabe —escupió Kayla, llena de odio. El Bufón fue amable y no habló más.
Continuamos avanzando, y la nieve se detuvo muy pronto. Volvimos a sentir el calor del desierto.
Más allá de este episodio, el desierto se mantuvo igual hasta el día catorce. Nuestras provisiones se estaban acabando, así como nuestra tolerancia, pero pudimos verla a la distancia: Gentium. Una ciudad que estaba sobre la superficie.
La Jueza y Crove se alegraron y animaron en cuanto la vimos, pero algo me preocupaba.
—Tomamos el camino directo hasta la ciudad, ¿no? —pregunté.
—Eh… sí —dijo el Bufón—. En cuanto salimos de la zona prohibida, pude tomar una ruta oficial; la más rápida.
—Entonces la Serpiente debe haber hecho lo mismo. Ese es el problema.
—¿Eh?
—No avistamos a nadie en todo el camino. Ni una persona. Ósea que la Serpiente… ya está en Gentium.


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