Cada vez que soñaba, el recuerdo
del caldero burbujeante venía a mí. El agua hirviendo, quemando mi piel
mientras mi consciencia se ocultaba en una visión transparente. Mi cabeza
relacionaba el calor con el verano y el agua con la playa. Las voces de los que
me quemaban eran la marea, yendo y viniendo, repitiendo incansables las mismas
palabras. Sus pasos eran la arena en el viento, intermitentes. Sus gritos eran
la tormenta en el horizonte. El silencio de la sala era el olor de la sal del
mar.
Ahí pasé quién sabe cuánto
tiempo. La playa de transición.
En la visión no había
colores. Yo no existía. Mi presencia se resumía en ojos flotando en el aire,
cerca de una palmera. El cielo de blanco perfecto, un mar y arena grises como
si fueran limaduras de metal. El tiempo perdía sentido en esa quietud. Mis
pensamientos divergían; no había conceptos a los que apegarse. Solo una tarde perpetua de un sol brillando
al final de la primavera.
Sabía que me estaban
arrebatando mi vida, pero no tenía fuerzas para pelear. Más bien, no había
resistencia de mi parte. Toda esa tranquilidad, por más atrapante que fuera, no
era más que un telón. Si me concentraba, entendía qué estaba pasando en el
caldero y qué decían sus voces. Yo era una rehén. Ellos me llamaban una mártir.
Pero nunca llegaba a sentir el dolor de ser hervida viva. Tampoco moría. No
entendía por qué tardaban tanto.
Una de esas voces se
pegaba a mí de vez en cuando y me susurraba y me recorría con sus manos. Su
tacto se traducía en pinceladas de tintas en el aire en aquella playa. Pegaba
sus labios a mi oído y hablaba. Sentía la tibieza de su aliento y su saliva
pegándose a mi piel cuando se acercaba demasiado. Me decía que era la heroína
del mañana. La salvación de los vivos. Su respiración siempre era intranquila;
apurada e incómoda. Sentía que se acercaba solo para demandar, para tomar algo
mío. Como si le debiera algo. Sólo esa voz masculina rompió alguna vez con el
telón de la playa. Cuándo él me hablaba, cerraba los ojos. Pensaba en negro,
pensaba en la arena. Pensaba en caminar a la orilla para ahogarme.
Otra voz, femenina, era la
que más me acompañaba. Daba vueltas y repetía lo mismo: “Una virgen, el alma de
un no nacido y la esencia de la luna”.
Sabía que tenía otra vida
antes de eso. Recordaba que mi cuerpo había sido más pequeño. Recordaba cómo me
habían crecido los dientes y como se habían desarrollado mis pechos. Pero
estaba vacía. Había dejado de importarme.
Siempre, justo antes del
final del sueño, volvía el olor del laural del caldero.
Y cada mañana me despertaba
con el alba. Cada mañana el vínculo se renovaba. Las dudas de mi sueño
desaparecían.
Había sido ungida por el
último bastión de los vivos. Mi cabeza marchaba al unísono de todas esas voces.
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