jueves, 6 de junio de 2019

Gamma — 3 — Kayla


Cada vez que soñaba, el recuerdo del caldero burbujeante venía a mí. El agua hirviendo, quemando mi piel mientras mi consciencia se ocultaba en una visión transparente. Mi cabeza relacionaba el calor con el verano y el agua con la playa. Las voces de los que me quemaban eran la marea, yendo y viniendo, repitiendo incansables las mismas palabras. Sus pasos eran la arena en el viento, intermitentes. Sus gritos eran la tormenta en el horizonte. El silencio de la sala era el olor de la sal del mar.
Ahí pasé quién sabe cuánto tiempo. La playa de transición.
En la visión no había colores. Yo no existía. Mi presencia se resumía en ojos flotando en el aire, cerca de una palmera. El cielo de blanco perfecto, un mar y arena grises como si fueran limaduras de metal. El tiempo perdía sentido en esa quietud. Mis pensamientos divergían; no había conceptos a los que apegarse.  Solo una tarde perpetua de un sol brillando al final de la primavera.
Sabía que me estaban arrebatando mi vida, pero no tenía fuerzas para pelear. Más bien, no había resistencia de mi parte. Toda esa tranquilidad, por más atrapante que fuera, no era más que un telón. Si me concentraba, entendía qué estaba pasando en el caldero y qué decían sus voces. Yo era una rehén. Ellos me llamaban una mártir. Pero nunca llegaba a sentir el dolor de ser hervida viva. Tampoco moría. No entendía por qué tardaban tanto.
Una de esas voces se pegaba a mí de vez en cuando y me susurraba y me recorría con sus manos. Su tacto se traducía en pinceladas de tintas en el aire en aquella playa. Pegaba sus labios a mi oído y hablaba. Sentía la tibieza de su aliento y su saliva pegándose a mi piel cuando se acercaba demasiado. Me decía que era la heroína del mañana. La salvación de los vivos. Su respiración siempre era intranquila; apurada e incómoda. Sentía que se acercaba solo para demandar, para tomar algo mío. Como si le debiera algo. Sólo esa voz masculina rompió alguna vez con el telón de la playa. Cuándo él me hablaba, cerraba los ojos. Pensaba en negro, pensaba en la arena. Pensaba en caminar a la orilla para ahogarme.
Otra voz, femenina, era la que más me acompañaba. Daba vueltas y repetía lo mismo: “Una virgen, el alma de un no nacido y la esencia de la luna”.
Sabía que tenía otra vida antes de eso. Recordaba que mi cuerpo había sido más pequeño. Recordaba cómo me habían crecido los dientes y como se habían desarrollado mis pechos. Pero estaba vacía. Había dejado de importarme.
Siempre, justo antes del final del sueño, volvía el olor del laural del caldero.
Y cada mañana me despertaba con el alba. Cada mañana el vínculo se renovaba. Las dudas de mi sueño desaparecían.
Había sido ungida por el último bastión de los vivos. Mi cabeza marchaba al unísono de todas esas voces.
—Kayla, las máquinas deben morir —me susurraban.

Continuar

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