viernes, 7 de junio de 2019

Gamma — 22 — Kayla



La atmósfera de Gentium era distinta a todo lo que había conocido desde que había sido ungida por el último bastión. Una ciudad llena de luces y movimiento, dónde no se notaban las carencias del desierto. Solamente en el suelo resquebrajado por el calor y la pintura de los edificios, venida a menos por el viento y por el sol.
Desde que Jano me había dicho lo del inventor, las voces no hacían más que repetir frases viejas. Se aseguraban que cada vez al despertar, escuchara las instrucciones de siempre; con el alba en la venta del carruaje y ahora con el sol entre las construcciones.
—Kayla, las máquinas deben morir —me susurraban, incansables.
Les preguntaba sobre más detalles. Les preguntaba sobre el inventor, pero no respondían. Solo volvían a estar ahí cuando alguna máquina se acercaba lo suficiente. Su murmullo había dejado de cumplir la función de guía, ahora eran solo palabras que se perdían en la arena arremolinada del piso. Confiaba ciegamente en las palabras de Jano, y eso significaba empezar a escuchar otras voces distintas de las de ese laboratorio. No entendía como los que me crearon habían dejado pasar tal detalle. ¿Cuántos años había vagado en el desierto, matando de a una máquina? ¿Demoler una fábrica? Solo si tenía mucha suerte. La misión necesitaba de una cantidad de tiempo ilimitada y ciertamente lo que intentaba evitar iba a suceder antes del fin de los tiempos. ¿Cuánto faltaría? ¿Cien años? ¿Doscientos años?
No entendía la miopía de aquellos que me eligieron. ¿Por qué? ¿No era obvio que solo una persona no podía tener éxito en un objetivo como tal? Puse en jaque todo lo que conocía de ellos. Ellos tampoco respondían mis preguntas. Era raro, porque en el fondo todavía confiaba en que era mi error por no entender algo. Aunque desde lo de Jano, no podía dejar de estar enojado con su inutilidad. Empecé a pensar que la justicia y el equilibrio que tenía que traer iba a depender de mi criterio. Las voces parecían ser brebajes del pasado.
Todavía había una necesidad física impostergable de matar que no se había ido, solo se había subordinado a la meta final. Dos semanas junto al pedazo de metal parlante habían sido un desafío más que digno para mi autocontrol. Llegué a Gentium debilitada, derruida.  Y ahora, en retrospectiva, entendía lo importante que fue la presencia de la Jueza en el viaje. Solo estar a su lado, escuchar su voz, me daba un temple que no había conocido hasta encontrarme con ella.
Tan rápido como llegamos al hotel, en una escapada fugaz, busqué cualquier máquina para hacerle lo que quise hacer al bufón en esas dos semanas. Entre las sombras, con un manto de luz blanca y un chasquido, conjuré la magia. Esperé la quietud. En el momento adecuado apareció una de esas atrocidades caminando justo hacia mí. Sacié el hambre canina que tenía dentro de mis almas en un instante. Los pocos transeúntes que había alrededor se asustaron y se mostraron incrédulos de que la máquina estuviera liquidada.
Fragmentos de la memoria del aparato llegaron a mí. En particular, sentí cosas extrañas e indescifrables sobre las fundidoras de Gentium.
Al volver al hotel, me encontré con que el resto del grupo comentando aliviados que Morr había decidido entrar a bañarse. No tenía apetito y tampoco voluntad para verle la cara a aquél violador encubierto. La única razón porque la que no lo había matado en el viaje era porque estaba muy distraída intentando no matar al bufón. El grupo no se destacaba por la armonía. Decidí tomar un respiro de todo y dormir. Habían rentado tres habitaciones con dos camas individuales cada una. Al llegar a la cama y notar que estaba sola en la habitación sentí un súbito malestar. No iba a importar qué hiciera de ahora en más, siempre me iban a atar de manos y tirar en la habitación donde haya nadie más. Sentí el rechazo y las miradas desconfiadas de más de una quincena conglomerándose en mi pecho. Me sentí triste. Recordé soledad.
Me concentré en dormir para poder ir a aquel sitio. Los susurros de los que me crearon nunca me iban a abandonar; la playa de transición era mi hogar.
Al llegar el sueño, sentí el calor de la tarde eterna. El remanso del mar llevaba los hilos del tiempo. El cielo pulcro me daba sosiego. Las voces murmuraban y se tapaban una con la otra. Las palmeras se sacudían con el viento; sin turbulencias. Sentí olor a laurel mojado. Miré a mi derecha y vi como a unos cinco metros estaba Jano, inspeccionando los restos de la máquina que había matado en las cercanías del hotel. No decía nada y miraba asombrado como sus circuitos habían dejado de servir. No había reparación posible para esos seres de metal una vez que yo los tocaba.
Estaba contenta que él estuviera ahí. Pero creía que todavía no me había visto.
Él seguía recorriendo lo que quedaba de la hojalata, sin entender cómo había pasado. Él podría lograr lo mismo usando sus manos y pulverizando el interior de aquellos seres. Su mirada era idéntica a como me miró a mí, después de saber que tenía un alma ungida en mí. Era de sorpresa, incredulidad, pero había algo más.  ¿Me estaría recordando?
Quise hablar sin labios. En la playa, no era más que dos ojos conectados a sus nervios flotando en el aire. Aunque el verdugo me terminó viendo. Se empezó a acercar con pasos tibios hacia mí. Pero su esencia se deshizo. El vapor bordó que emitía Morr se apoderó de su respiración. Me miraba de la misma manera que el caballero me miró aquella noche. Me llené de odio e indignación. Volví a sentir el olor del laurel y el comando de las voces de cada mañana.}
—Kayla, las máquinas deben morir —me decían.
A la mañana desperté con muchísima hambre. Había despertado mucho antes que la mayoría. El hotel ofrecía servicio de desayuno por suerte. No había mozos, simplemente una mesa donde dejaban comida y cada quién tomaba lo que le parecía. Tomé algunas tostadas y un poco de manteca para untarlas. Me serví té y me senté en una mesa pegada a una pared del comedor. Me sorprendí un pensando en que todo esto parecía más que familiar, aunque nunca había estado en algún lugar con características parecidas. Digo, empezando por Gentium y en particular con un hotel que sirva desayunos.
No me quitó el aliento. No era un misterio, o tal vez sí, pero la respuesta era bastante simple. Yo era una persona como cualquier otra antes de esto. Y una virgen más puntualmente, según los ingredientes del conjuro. Recuerdo detalles estructurales como mi familia, la escuela y cosas por el estilo. Mucha memoria de cosas cotidianas, como hoteles, o cómo opera un ascensor. El resto, es una masa sin color. No estoy ni cerca de darle una cara a papá o mamá. Fue otra Kayla. Y está demasiado lejos para que tenga algún tipo de peso.
Quiero creer que, en parte, yo elegí esta nueva vida.
Intenté buscar una respuesta a ese barullo de recuerdos de aquella máquina. Era difícil dar con detalles que significaran algo. Quién sabe cuántos años de funcionamiento entraban a mi cabeza en un segundo. La mayoría de todo eso quedaba descartado de inmediato. Había algo, en las fábricas que quería significar algo. Destellos de imágenes que querían armar una fotografía más grande. Sin embargo, no hubo caso en todo el día. Caminar me facilitaba ese reflujo de la memoria de metal.
Cegué mi búsqueda en aquél recuerdo que insistía en tener algo distinto.
Me crucé con el resto del grupo ocasionalmente a lo largo de la jornada, y siempre parecían estar comentando sobre la higiene de Morr. Me divertía pensando en que la suciedad de su existencia no se iba a lavar con agua y jabón. Me divertía tanto de hecho que llegó a darme algo de lástima.
No hubo mayor productividad por mi parte. Algunos de los lugares que recorrí caminando ayudaron a vivenciar imágenes de distintos recuerdos. Encajar algunas piezas de un rompecabezas enorme era alentador. El problema era saber si estaba resolviendo el acertijo correcto.
Esa noche dormí bastante y de corrido. En la playa solo estuve yo, las voces y el viento.
El miércoles volví a desayunar y vagar por la ciudad, buscando reunir la memoria de la máquina. El tiempo pasaba volando y mi cabeza se perdía dentro de sí misma, intentando unir fragmentos que parecían intangibles e inflexibles.
Sobre el mediodía volví al hotel, para encontrarme con la Jueza en hall principal.
—Kayla, te estábamos buscando —dijo intranquila. En su mirada había algo raro. Verla así me alteró de inmediato.
—¡¿Qué pasó?! Morr no te habrá intentado hacer algo, ¿no? —dije, y ella se mostró confundida.
—¿Qué...?¿Morr? —preguntó y sacudió la cabeza—No, él está en prisión. Vení, tengo que ponerte al tanto.
Tomamos el ascensor y fuimos hasta su habitación. Allá estaba Crove sentado, parecía estar pensativo. Tuve la sensación de que la Jueza ya lo había puesto al tanto de parte de la historia.
Me apoyé contra la pared. Cristina se sentó en el borde de la otra cama, enfrente al noble.
Tomó aire y de contó la verdad de Morr en palabras claras y concisas. Detallando en el desastre que el caballero había traído a la gente inocente de Dornwich. ¿La marca de la luna? Mi percepción de Morr no había cambiado, pero ahora entendía un poco más qué había detrás de esa armadura.
—Hay que conseguir las evidencias de que Baal no tiene interés en que haya justicia, sino que busca beneficios propios.
—¿Por qué? ¿Por qué lo ayudaríamos? —la Jueza giró la cabeza como negando.
—Él como cualquier otro ser humano merece un juicio propio a las cosas que hizo.
—Él tenía de esclava a la chica del desierto y hacía lo que quería con ella, lo sabías, ¿no? Aunque a contraluz de todo lo que me contás es el menor de sus pecados.
Ella me miró, ahora con convicción.
—No, es un caso delicado —dijo y se puso de pie—. Hasta el último año de la sentencia debe ser calculado con la corte. Y si se prueba su inocente se va a ir caminando como un hombre libre. Ejemplos como Morr son los que ponen a prueba nuestra confianza en la Justicia. Y casos como este, no pueden ser tomados y manipulados por corruptos como Baal.
Levanté los hombros y las manos. Algo dentro de mí entendía a la Jueza. Creía que estaba en un punto medio la verdad. Luego de la historia de Morr, incluso después de saber de la matanza, entendí que él había sido usado. Duplicar el castigo no parecía apropiado, pero tampoco dejarlo ir sin una sentencia.
—Supongo que tiene sentido. Lo voy a ayudar.
—Tenemos tiempo hasta este viernes. Intentá seguirlo y conseguir algún dato. Cualquier cosa puede servir.
Cristina ahora dirigió su mirada al noble, que tenía los brazos cruzados y miraba para otro lado.
—¿Crove?
—Jueza... mire, no es que ponga en duda su palabra, pero creo que subestima la importancia que le da el Imperio a estos hechos.
—¿Cómo? —preguntó
—No tengo en interés en juzgar la labor de un funcionario trabajando en un caso tan particular como el de Dornwich. Entiendo que no todos los burócratas del Imperio sean santos, pero creo que sabemos muy bien que esto no es juego. ¿Cuánto puede dinero puede ganar el juez de todo esto? Lo siento Jueza, sabe que mi búsqueda de la Justicia es tan altruista como la suya, pero en este caso es su palabra contra la de Baal.
La cara de Cristina cambió radicalmente. La tensión se sintió de inmediato. Ella respiró varias veces antes de responder, conteniéndose.
—Si su búsqueda de la verdadera justicia es como la mía, entiende que lo que le están haciendo a Morr va en contra de las leyes, ¿no?
—Por supuesto que estoy dispuesto a ayudar a Morr. Siempre y cuando me muestren más que suposiciones. Desconfió de la desidia e irresponsabilidad del Imperio para un caso así. No para Dornwich, no para la Serpiente.
La jueza se mordió el labio y suspiró enojada.
—Crove, jurame por tu lanza y por tu título que estamos del mismo lado —dijo, con seriedad letal.
—No entiendo qué me estás pidiendo —dijo el noble.
—Un precio te estoy pidiendo. ¿Qué necesitás para realmente intervenir y cambiar el juicio?
Crove se llevó a la mano a su mentón y luego de unos segundos asintió varias veces.
—Una sola prueba contundente de que los intereses de Baal no están alineados con los del Imperio.
—Juralo—dijo, lento y con odio.

El príncipe se paró y fue hasta la puerta. La abrió y cuando estaba por irse, se dio vuelta.
—Espero que no estés jugando a nada, Cristina. Juro que voy a sacar a Morr —dijo y se fue, sin cerrar la puerta.
El rostro de ella era una maraña de emociones. Se quedó estática, parada, mirando la puerta.
—Es bastante gracioso ser la que ahora hace menos preguntas antes de colaborar—le dije.
—Nunca me deja de sorprender la lealtad y la fe ciega en el Imperio —dijo ella.
—No puedo compadecerte, tuve poco trato con esos.
—El problema no es el imperio, creo que es con los hombres más puntualmente.
Ella me miró fijo e intentó sonreír.
—Tu pelo... se está oscureciendo —dijo y la miré estrañada.
Fui hasta el espejo que había colgado en una pared. Era cierto, mi color rubio profundo empezaba a volverse de un marrón claro.
—El pelo se aclara con la exposición al sol. Las últimas dos semanas estuvimos encerradas en un carruaje, debe ser eso—dijo ella.
Pero yo siempre había sido rubia, desde hace mucho tiempo atrás. Me toqué, estiré y jugué con mi pelo. No parecía la respuesta correcta.
—Sí, debe ser eso—le sonreí.
Al mirar con más detalle vi que mis cejas también estaban mutando a ese color. No era lo que decía Cristina.
Pensé en Annie, su pelo era idéntico al mío. Haberla matado generó algo... ¿qué me hizo cambiar mi tono original? No sonaba del todo plausible. Al voltear vi que ella había notado mi incomodidad.
—Te queda bien, no te preocupes—dijo y me sonrojé. Sentí la sinceridad de sus palabras elogiándome.
—Gr-Gracias...
Se formó un pequeño silencio.
—Hay algo especial en vos, Kayla. Me siento cómoda al lado tuyo, aunque la lógica me diga que debería estar unos pasos más atrás. Hay algo que me hace querer confiar. Decime algo... ¿puedo realmente contar con que vas a ayudar a Morr?
—Si podés, Cristina —dije y ella suspiró
—Gracias. Es importante para mí, y sé que tu búsqueda no tiene nada que ver con ayudar a alguien tan retorcido como el caballero. Pero necesito toda la ayuda que pueda conseguir, dos días es la nada misma.
—¿Alguna sugerencia para empezar?
—No demasiadas. Él es bastante gordo, estatura promedio y con poco pelo. Las facciones de su rostro están bastante marcadas por las arrugas.
—Bueno, es algo imagino.
—Usa prendas idénticas a las mías, casi me olvido.
—¿Algo más particular sobre su personalidad, sus costumbres?
—No se me ocurre algún lugar en particular. No me extrañaría que lo encontraras, en alguna situación dudosa, pero eso está lejos de ser suficiente como prueba.
—¿Se te ocurrió emboscarlo y arrancarle la lengua para que no pueda testificar?
Cristina sonrió.
—Se supone que somos las chicas buenas, solamente ellos pueden jugar sucio. Cualquier irregularidad automáticamente hace que perdamos.
—Siempre hay excepciones—dije, segura.
Ella bajó la mirada para un costado. Parecía que se había dejado llevar por una reminiscencia.
—Eso es lo que solía pensar, pero heme aquí soltera, habiendo perdido un marido y una hija —dijo la Jueza mirando al piso. La desconocí por un momento. Estaba profundamente tocada por este Baal.
—No tenés que pedir perdón por nada, no sé por qué dije eso—dijo, haciéndose la desentendida y moviendo las manos.
Me paré sin decir más y busqué la salida para empezar.
A pesar de las pocas pistas que tenía, había una manera de empezar a descartar posibles caminos. Otra cacería, rápida y sin generar mayores disturbios.
Y sí no servía, todavía iba a sacar más conclusiones sobre las fundidoras.
Me alejé del centro lo necesario para mantenerme en lugares poco concurridos y tenga más chances que la memoria de la máquina retenga algún dato que sirva. En callejones sin luz, conjuraba la magia con un chasquido y un haz blanco de luz. Invisible esperaba el momento indicado para poner mis dedos sobre sus ojos y purgarlos. No fue nada fácil, requirió mucho más tiempo y paciencia de lo que pensaba. Aunque la sensación de matarlo era, sin lugar a duda, la recompensa más dulce. Los recuerdos que me llegaban eran vagos, inconclusos y divergentes.  Después de liquidar a más de 5, sentí que ya no era ninguna coincidencia respecto a las fábricas. Había algo extraño, inexplicable; una sensación sórdida e incómoda. El mismo rastro que confirmaba la teoría no me llevaba a nada. ¿Qué era eso y porqué nunca lo había sentido antes en tantos otros asesinatos?
Anocheció y todavía no había encontrado nada referido a Baal. Encontré otros dos más recuerdos de metal, antes de finalmente dar con algo que servía. Para ese momento ya sentía unas incontrolables ganas de dejar todo y poder ir a la fundidora para más detalles del inventor. Me contuve, porque las palabras de Jano me recorrían y me hacían dudar de cada enseñanza inculcada. Cada muerte era romper un velo delante de mis ojos y ver que había algo que escondido en la cotidianidad de las vidas de hojalata.
No fue así. Algo dentro de mí, con mucha fuerza de voluntad, me impedía dejar a la jueza a su buena suerte.
En las memorias que volvían a mí al cometer el ritual, vi a un tipo regordete con las prendas características de los jueces, metido en una cabina telefónica, en lo que parecía ser las altas horas de la noche. La imagen era clara, pero no el tiempo en cuando esto había trascurrido. Si me concentraba podía ver el contorno de los edificios, las sombras y las persianas cerradas de los edificios cercanos. Una cabina de un rojo consumido por el clima del desierto.
¿Qué estaría haciendo?
No había comido desde el mediodía, pero la energía vigorizante que me recorría cuando ejecutaba las máquinas actuaba como sustituto de la cena. Decidí quedarme en vela buscando esa localización. No conocía casi nada de Gentium, pero la imagen se había quedado bastante conmigo. Una calle un poco angosta, edificaciones de unos dos o tres pisos y al lado de una cortina de hierro, pegada contra la pared, el teléfono de Baal. Busqué, en cada rincón en las cercanías del centro de la ciudad, pero parecía no existir. Un ataque de somnolencia fatal me golpeó y decidí volver rápido al hotel y buscar.
No pude recordar la playa de esa noche.
Dormí poco tiempo. Desperté antes del alba, un poco alterada. De hecho, era tan temprano que el desayuno ni siquiera estaba servido. 
Tuve la corazonada de buscar ahora, apuntando al Oeste. Ya era viernes y era el último día para encontrar algo que sirviera. No había hablado con Cristina o Crove. Tampoco creía que cambiara algo, era más que improbable que hubieran descubierto algo. Me lo hubieran dicho.
A esa hora de la ciudad, solo los seres metálicos eran los que le daban movimiento. El resto de la vida dormía, esperando que aparezca el sol para aclarar las dudas. Las máquinas, con sus ojos de luz, no compartían los mismos miedos que los mortales. Vivimos a través de lo que vemos. La noche, la oscuridad, la muerte; esas cosas que nos quitan nuestra herramienta más útil. Ellos caminan a través de la tiniebla con el pecho inflado, porque no detrás de sus retinas, no existe el fuego de pánico que nos quemó y nos quema, obligando al cuerpo a moverse.
Basándome en las sensaciones que me venían al matarlas, sabía que el Inventor las había creado para descubrir que hay después de las sombras.
El día llegó. Y consigo un ciclo que se revindicaba cada día.
Divagué mezclándome en la multitud. Caminaba ausente entre el murmullo de la gente y el siseo de la arena en el viento. Perdí la noción del tiempo. No era demasiado distinto a soñar con la playa de transición y limitarme a ser una mera espectadora en un mundo de movimientos tibios.
De entre las personas promedio de Gentium se destacaron unas prendas pomposas que rompían con la homogeneidad de los colores deslucidos del desierto. Lo seguí unos pocos metros y vi cómo se metía en la cabina telefónica roja de las visiones.  Era Baal, la descripción de la Jueza era más que acertada.
Me quedé sin reacción. Lo vi apretar los botones, pero no supe qué hacer. Solo con verlo encovarse para marcar los números me daban la seguridad que esa llamada era importante. Me acerqué hasta él, a menos de dos metros. Pero seguí sin hilar una idea para escuchar la llamada. Intenté agudizar el oído, pero la puerta del cubículo estaba cerrada y el murmullo de la ciudad era total.
De repente, la llamada terminó. Él salió a paso ligero y cruzamos miradas por un largo segundo. Sentí un profundo escalofrío y que alguien me estaba mirando. Volteé y me encontré con mi propio reflejo. Traté de entender qué pasaba. Mi imagen tomó aire y con voz perfectamente articulada habló.
—Su sangre es la única prueba que necesitas—me dijo.
Y así la imagen desapareció en el aire. Me quedé boquiabierta por un rato. Cuando volví en sí, intenté buscar las prendas de Baal entre la multitud sin resultados. Antes de volver a pensar en qué hacer respecto a Baal, se me abalanzó la idea de compartir lo que acababa de pasar con el grupo. Podía sentir las miradas de desconfianza y rechazo. La confirmación en sus cabezas de que dentro de mí no corría sangre, sino violencia.
Volví para el hotel, a mí cuarto y busqué la cama. Me sentía ofuscada y sola. Me metí en las sábanas y busqué encontrar el sueño para poder ver a alguien.
Justo antes de dormir, un golpe de ansiedad me sacudió. Mañana era el juicio a Morr. Y sentía un incómodo apego a él. No quería que las cosas salieran mal aun después de ser víctima de sus impulsos. Se me vino a la cabeza Annie. Ahora éramos más parecidas. Pensé en su cabello rubio. Algo empezó a molestarme y me obligó a pararme e ir al baño a mirarme en el espejo.
Mi pelo ahora era de un castaño claro. Igual al del espejismo de hoy.

Continuara...

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