viernes, 7 de junio de 2019

Gamma — 21 — Morr



—¿Cuánto tiempo lleva ahí? —preguntó el Bufón, al cual podía escuchar a través de la puerta.
—Más de media hora —dijo Crove, desganado—. Creo que se duchó cada seis horas desde que llegamos ayer.
—Ey. Todos nos sentimos sucios después de semejante viaje —dijo Kayla.
—Con él es diferente —acotó el noble—. No creo que pueda llegar a sentirse limpio.
Eso fue demasiado. Salí del baño, terminando de ponerme el casco. Las tres voces que escuché estaban reunidas en la mesa del hotel que habíamos alquilado.
—¿Qué haces acá? —pregunté.
—Epa, qué modales —dijo el Bufón.
—Respondé. ¿Hay noticias? ¿La jueza te envió a decirnos algo?
—No, ¡para nada! Vine a averiguar que planeaban ustedes.
—La Ciudad ya tiene una orden de búsqueda contra la Serpiente —dijo Crove—. Lleva una armadura igual a la de nuestro caballero, así que si él saliera a las calles ocasionaría problemas.
—¿Y por qué no se saca la armadura? —el Bufón hablaba como si no estuviera ahí, pero me miraba directo a los ojos.
—No —lo corté, terminante.
—¿Por qué?
Al Bufón no parecía importarle mi tono; simplemente pensaba en voz alta sin importarle nada. Deje que su pregunta flotara en el aire, en el silencio. Al final volvió a hablar.
—Te limpiaste, pero tu espada sigue sucia, ¿no?
—La sangre es muy vieja.
—Eras herrero, ¿no? ¿Vos te la fabricaste?
—Sí… no.
—¿Sí o no?
—Eh… —me di cuenta de que había respondido al instante, sin miramientos. Me había hecho recordar el pasado—. Es que… la hice con otro herrero, uno mucho más hábil que yo.
—¿Tenía nombre?
—Anton… Elopoulos.
El noble cambió su postura y pareció prestar atención.
—¿Trabajaban juntos? —preguntó.
—Compartíamos fragua…
—Entonces era de Dornwich.
—…Dormíamos bajo el mismo techo.
 —Vaya, ¿eran amantes? —metió el Bufón. Mi cuerpo se tensó al instante.
Di un paso hacia él, tomando el mango de mi arma.
—¿Qué pasa? ¿Por qué esa reacción? —rió—. ¿Acaso di en el clavo?
—Silencio…
—¿Alguna vez estuviste con una mujer, Morr?
—¡Sí! —mascullé, apretando al robot contra la pared. —Poseí una mujer.
—Ah, ¿en serio? ¿Hiciste lo que quisiste con ella?
—Sí… es verdad.
—¿Aunque ella no quisiera?
—Porque soy un hombre… Disfruté de su cuerpo como quise. Sí. Eso me hizo un verdadero hombre. —Cada vez ponía más presión contra la máquina, pero esta solo parecía sonreír más.
—¡Qué macho! Decime, ¿se resistió? ¿Gritó?
—Sí. Es verdad.
El Bufón me empujó, haciéndose a un lado. Empezó a corregirse la ropa.
—Bueno… No soy un hombre, así que no sé cómo es uno de verdad. Pero sí sé que lo que hiciste es un crimen. Un crimen muy malo. Y mi señora jueza seguro va a querer enterarse.
No dije nada. Me costaba respirar de nuevo. Apenas podía escucharlo. El Bufón salió de la casa, caminando despacio, sin apuro. No me digne en verlo salir. En cambio, mire a Kayla. Su mirada mostraba tristeza. El silencio me aturdía, y parecía insoportable, una criatura que iba a devorarme.
 —Morr —oí de pronto. Era Crove—. No me importa lo que hayas hecho en el pasado. Podes prevenir futuros crímenes ahora. Por favor, si me decís todo lo que paso en Dornwich podes ayudar a que atrapen a la Serpiente. Te lo estoy pidiendo directamente.
—Te… Te dije que no era asunto… —me costaba terminar la frase. Por primera vez dudaba de mantenerme cerrado. En ese momento quería que alguien me conociese plenamente y me dijera que a pesar de todo podía ser yo. Pero no podía confiar en Crove. Abrirme iba a herirme de nuevo. Iba a atacarme con su juicio.
Me fui del pasillo, encaminado a las habitaciones. Buscaba soledad, refugio, pero no pensé en Jakoppi. Él estaba en los cuartos. Pero estaba en una posición que nunca había visto antes. Arrodillado contra una ventana, con las manos unidas contra su pecho. Por la ventana se veía un cielo gris y grueso.
—¿Jakoppi? —susurré.
—¿Sí?
—Qué… ¿De dónde salieron las nubes? Ayer, ayer estaba bien, pero… estamos junto al desierto.
—Nadie las esperaba. El clima parece estar actuando según le place.
—¿Qué estabas haciendo? —pregunté al fin.
—Rezando. Le agradecía a Dios por todo lo bueno que me dio y por el sufrimiento que me considera digno de recibir. Rezaba para que caiga una lluvia que purifique.
Me senté junto a él, fascinado.
—Nunca te vi hacerlo en el viaje.
—No se necesita hablar en voz alta para hablar con Él.
—¿Es una tradición de Banshala?
—No. Era considerado un impropio incluso entre mi gente.
—Parecía que hacía tiempo que pensabas en abandonar esa ciudad.
Sonó un trueno a la lejanía, relajando mi cuerpo.
—Nunca pertenecí —dijo Jakoppi.
—¿Los odiabas? —pregunté, pero adiviné su respuesta. Él nunca juzgaba—. ¿Nunca odiaste a alguien?
—No es cosa mía odiar. No es cosa mía juzgar. Solo soy un testigo de mi señor.
—Hasta los Dioses enseñan valores. Delimitan lo que está bien y lo que está mal.
—Pero nosotros no tenemos derecho de ejercer esos juicios, solo Él.
—Nuestra Jueza no está de acuerdo, ¿no?
—Por eso vive conflictuada.
Pensé en esas palabras.
—¿Qué… qué hacés cuando le rezas?
—Hablo con Él. Le pido clemencia y misericordia.
Pensé en mis acciones, en mis pecados. Acepté el miedo de sus consecuencias.
—¿Podes enseñarme? —pregunté al fin—. Decime cuales son las palabras.
—No hay palabras específicas. Lo importante es que lo que le digas sea verdad.
La lluvia había empezado a caer. Me arrodillé junto a Jakoppi, poniéndome en la misma posición. Uní las manos, cerré los ojos e intenté aclarar mi mente.
Por unos minutos no pude lograr nada. Los recuerdos de los meses anteriores me asaltaban todos al mismo tiempo. Luego me concentré en el sonido de la lluvia, y al final pude formular palabras específicas. No sabía a quién hablarle, no sabía si creía en alguien. Pero empecé por el principio, por Dornwich, y listé cada uno de mis pecados. Me abrí, listo para aceptar cualquier juicio. De a poco empecé a sentir un dolor sutil, oculto dentro de mí. Con cada palabra se extendía por mi cuerpo, dominándome. Pronto se hizo insoportable. Me di cuenta de que todas mis heridas se habían abierto y estaban sangrando; todos los cortes que me causó el Arlequín, todos mis meses de viaje… Nunca las había cuidado, pero se habían mantenido cerradas hasta ese momento. La sangre empezó a filtrarse por los recovecos de mi armadura y machar el suelo, y yo temblaba, pero invitaba al dolor, las consecuencias de mis actos que parecía sentir por primera vez.
Pronto caí a un lado, incapaz de moverme, herido hasta el punto de perder la consciencia.

Cuando quise darme cuenta estaba en otro lugar. La madera del hotel, reemplazada por paredes blancas. Estaba en una cama, vendado. Y no tenía mi armadura puesta. Esto fue lo que me hizo despertar; en un instante me puse en guardia. Intente salir de la cama, pero una mano me empujo contra ella. Reconocí el uniforme: era un guardia de la ciudad. Tras él había todo un pelotón.
—Ciudadano del imperio Morr —saludó—. Gentium encontró que es una amenaza para la ciudad, y debemos escoltarlo hasta las celdas de espera.
—¿De espera?
—Para el juicio.
—Esperen. No soy la Serpiente.
—Estamos al tanto. El oficial Crove nos informó de todos los detalles cuando lo internaron.
—No entiendo. ¿Por qué están haciendo esto?
Los guardias no respondieron nada más. Hice muchas más preguntas, pero no se dignaron a responderme. Me puse de pie y pensé en atacarlos, pero no tenía mi espada. Pensé lento. Enseguida dos guardias me agarraron, atando mis manos por detrás y haciéndome caminar.
A medida que dejábamos el edificio entendí que era un hospital. Al salir vi que ya había caído la noche, aunque continuaba la lluvia. Los guardias me llevaron a una carreta, donde entraron los dos que me llevaban. El carruaje no tenía ventanas, así que no pude orientarme durante el transcurso del viaje; calculé una media hora hasta que paramos. Los guardias me sacaron bruscamente, y me arrastraron dentro de una construcción de piedra. Bajamos unas escaleras hasta unas celdas repletas de hombres. Pero seguimos de largo, atravesando todo el cuarto con suelo de heno hasta una puerta de piedra. Era una única celda apartada. Desatándome, me tiraron adentro y cerraron con un estruendo.
Los guardias no dijeron una palabra durante el viaje, y tampoco al final. Solo se fueron, dejándome ahí. Cada movimiento me hacía sentir la fricción de mis cortes, así que permanecí tirado, escuchando el caer de la lluvia. Jadeaba. No me visitó nadie esa noche; ni siquiera me trajeron comida. No tenía más ropa que mis vendas y unos pantalones, pero no noté el frio. Quería descansar. El sueño fue una bendición.

Por la mañana pude ver al sol filtrándose entre hendiduras del techo, pero la celda no se iluminó. Me encontraba en una oscuridad indisoluble.
Conté varias horas, pero podía aguantar el hambre. Había racionado muy bien las provisiones durante el viaje, entrenándome.
Con un rechinar oxidado, la puerta de piedra se abrió. Entró un hombre bajito, cabizbajo, con ropas que reconocí. Eran iguales a las de nuestra Jueza.
—Saludos —dijo el Juez, sin una sonrisa. Su voz era grave y opresiva. Cada uno de sus pasos hacia eco y me aturdía; cada paso lo alejaba de la puerta y lo cubría en sombras, hasta que su ropa se volvió negra—. Yo voy a encargarme de tu caso.
—¿Qué caso? —pregunté.
—Todos en la ciudad están avisados de mí; yo soy al que llaman cuando encuentran cualquier rastro de ese símbolo. El símbolo que encontramos en tu armadura.
Entonces entendí. Habían examinado mi armadura cuando me desvistieron en el hospital.
—Claro, todos tienen pedazos sueltos de la información, de mi rol; nadie conoce mi título entero. Nadie sabe qué significa ese símbolo, solo que tienen que reportarlo. Pero nosotros sí, ¿no? El símbolo de la luna roja.
Me pregunté si había encontrado alguien más que entendía lo que era la serpiente.
—No soy un monstruo —dije, sentándome correctamente—. ¿No revisaron mi cuerpo? No tengo la marca en mi piel.
—Pero está en tu armadura.
—Como símbolo de protección. Para alejar al mal de la luna. En serio; yo la forjé.
—Entonces…
Antes de que pudiera seguir, la puerta volvió a abrirse. Volví a ver las mismas ropas; era nuestra Jueza, entrando con furia. Parecía indignada.
Parecía a punto de insultar al Juez, pero en cambio se contuvo e hizo una reverencia. El Juez se la devolvió.
—Baal —dijo ella.
—Cristina —dijo él.
—No esperaba que volviéramos a vernos tan pronto… Escuchá, tenés que liberar a este hombre. Yo estaba examinando su caso, y el código que usaste en su arresto no es reconocido oficialmente.
—Es un código confidencial. No sos de esta ciudad, Cristina; todos los casos de la luna roja son dirigidos acá, a mí. No es algo que pudieras saber.
—¿Pensás explicarme algo? ¿Cuál es su crimen?
—Conocía la marca de la luna.
—¿Y qué? No sufre la locura. Podemos verlo claramente.
—¿Podrías dibujar vos la marca, Cristina?
—¿Podría…? no… supongo que no.
—Eso es porque todos los cuerpos encontrados con ella son entregados a mí. Nadie debería saber su forma; no debería esparcirse. La enfermedad de la luna roja no es una simple locura, Cristina. Cuando aparece esta marca aparecen monstruos.
—Dioses —susurré—. Sí lo sabés.
Cristina no estaba afectada.
—Conozco monstruos. He visto mucha gente mutada por la radiación.
—No como estos. Monstruos que pueden disfrazarse como la gente, que entran y salen de las ciudades cumpliendo sus designios. Criaturas imposibles nacidas de la luna.
Cristina me miraba a los ojos con gravedad. Me di cuenta de que era la primera vez que podía ver mi cara.
—Solo la gente marcada con el símbolo de la luna puede invocarlos —dijo Baal—. Si cometen un sacrificio lo suficientemente grande, durante un ciclo de luna roja pueden hacer nacer a un demonio. No bestias ferales, sino seres inteligentes e ignominiosos que nacen con el instinto de sacarle todo a la humanidad. Soy un Juez, Cristina, pero mi trabajo principal es identificar a los miembros de esta Orden de la Luna e impedir que se propaguen.
—¿Hablas en serio? —dijo la Jueza—. ¿Cómo es que el Imperio nunca les informó a las otras ramas de la ley?
—Siempre había sido una amenaza durmiente. Episodios aislados. No teníamos confirmación de que los nacidos de la luna actuasen coordinadamente, o de que fueran capaces de hacer daño de verdad. Pero el último miembro fue más público que ningún otro.
—La Serpiente.
—Sí. Pude conseguir mucha más información.
—Baal, ¿qué es?
—No sé. Solo se lo ha visto con su cuerpo humano. Pero esta persona… este prisionero… puede saber. Cristina, mi trabajo es encontrar a cualquier simpatizante de esta orden y eliminarlos. Si esta persona tenía el símbolo de la luna tengo que considerarlo un sospechoso.
—Llegamos a la ciudad en el mismo carruaje. Yo puedo dar fe de él.
—Los Jueces sabemos que la ley no funciona así. Pero sos libre de testificar a su favor en el juicio.
—Carajo. ¿Un cargo confidencial va a tener juicio?
—Con un jurado confidencial.
—¿Dentro de cuánto?
—Dentro de dos días.
Se hizo un silencio. Los dos habían compartido la información que necesitaban.
—¿Algo más, Cristina? —dijo Baal, incitándola a irse.
—No. ¿Vos? —respondió la Jueza, decidida a quedarse. Baal sonrió.
—Muy bien. Como quieras. —Y se fue, dejándonos a solas.
Cristina me miro, haciendo tiempo para que Baal se alejase.
—¿Por qué viniste? —pregunté entonces.
—A ayudarte.
—¿No te… enteraste?
—Sí. Mi Bufón me dijo lo que le hiciste… a esa mujer. Pero los juicios que yo pueda entregar ya no tienen importancia. Estas a merced de Baal, y eso es un problema. Vine en cuanto me enteré; tenía que intentar disuadirlo.
—No es tan grave. No tengo nada que ver con ninguna orden.
—No creo que eso importe. Baal es infame entre los jueces; todos saben que es corrupto. Todos saben que soborna a la corte. Por eso trate de detenerlo. Para mí la Justicia verdadera va primero. Por eso…
Se veía realmente preocupada, aunque nunca había perdido la calma antes.
—Baal nunca pierde un juicio; va a intentar darte de culpable a cualquier costo. Si no consigue evidencia que te conecte con la luna, entonces va a obligar a todos tus compañeros de viaje a testificar hasta hallar un crimen. El resto podrá mentir, pero yo… mi oficio conlleva una responsabilidad; no puedo mentir frente a un jurado. Voy a tener que relatar tu violación. Y eso va a condenarte. 
Me mantuve estoico. Estaba explicando que iba a entregarme, ¿y quería que simpatizara con ella? No iba a darle el lujo de reaccionar.
—Esto debe complacerte —dije.
—Que digas eso es prueba de que no me entendes para nada.
—No sería verdadera justicia. Vos dijiste eso.
—¡Ya lo sé! —exclamó de pronto—. Voy a intentar todo lo posible para que cancelen el juicio. Si pudiera probar que Baal es un corrupto…
—Dijiste que todos lo saben.
—Todos a los que los beneficia. Para el resto, solo es un rumor que no podemos probar. Pero si pudiera encontrar evidencia y llevarla a los altos estratos de la Corte… O a un oficial noble…
—Un noble… ¿Cómo Crove?
Cristina sonrió.
—Sí.
Yo no. Me recosté contra una pared, con la mirada perdida. Todo esto estaba pasando luego de que había rezado. ¿Acaso era lo que merecía? Condenado por un cargo del que era inocente. Acusado de ser aliado de la Serpiente. Que irónico. Quizá era el destino que me tocaba.
—Pero solo tenemos dos días —continuó Cristina—. Hay que prepararnos para la posibilidad de ir a juicio.
—Que sea como sea —balbuceé.
Que sea como sea…
Cristina apretó un puño, pero no perdió la compostura.
Como sea…
—Morr, puedo ayudarte a armar una defensa. Pero solo si me ayudas a mí. Baal va a… bueno, él va a obligarte a contar todo lo que paso en tu pueblo. Todo lo que sepas de la Serpiente.
La Serpiente.
Me erguí.
—Si no testificas, vas a ser declarado culpable de inmediato. El resultado más afortunado sería encierro.
—No. La Serpiente.                              
—Sí. Querés cazarla, ¿no? Esa es tu única meta. —Cristina era más perspicaz de lo que parecía—. Si no me ayudas, no vas a poder continuar.
No podía arrodillarme y aceptar el veredicto del destino sin más. Tenía mi propio destino por cumplir.
—Así que… necesito que me ayudes.
Cristina camino hasta la celda, sujetando las barras con ambas manos.
Calmé mi respiración.
—¿Qué necesitas? —dije.
—Poder armar una defensa. Para eso necesito saber todo lo que vayas a testificar frente a Baal. Necesito escucharlo antes que él para hacer planes. Solo voy a poder participar como testigo, pero puedo aconsejarte… ¿Morr? ¿Me estas escuchando?
Había vuelto a retroceder contra el rincón de la celda.
—Ya te entendí. Querés que te diga lo que paso en Dornwich.
Cristina suspiró.
—Es necesario. Van a obligarte a contarlo, aunque no quieras.
No tenía sentido resistirme. Tenía que actuar como un guerrero ante la situación en la que me encontraba. Dornwich había sido decisión mía; no podía dejar que un jurado me quitase el recuerdo de las manos y lo juzgaran según ellos. El día anterior Crove me había rogado que contase la historia y yo lo había ignorado. Pero luego de eso había rezado. No sabía si eso había sido real o no, pero me hizo enfrentar algo; que no quería que nadie decidiera por mí.
—El septiembre pasado hubo un ciclo de luna roja —dije. Empecé a hablar a tientas, inseguro, decidiéndome sobre la marcha—. Este duro más de la cuenta. Seguro recordas; paso un mes y el rojo seguía ahí, permeando todo, contaminando. La gente en mi pueblo tenía pesadillas, no podía dormir, se enfermaba. Ahora entiendo que esos son de los efectos más suaves que pueden aparecer…
—Un pueblo chiquito como el tuyo no habría oído hablar de la locura de la luna.
—No entiendo… no entiendo por qué el gobierno no nos advertiría sobre ella.
—Yo tampoco lo entendía —dijo Cristina—. Hasta la charla que acabo de tener con Baal. Una orden… Morr, lo que viste… ¿es verdad todo esto?
Cerré los ojos y ordené mis pensamientos, mis recuerdos.
—La primera mujer a la que le salió la marca fue Laura Dern, una panadera. Paso varios días en el hospital, delirando y sufriendo. Éramos un pueblo chico, tan chico que todos comentaban sobre ella. Todos estaban al tanto de su marca… Así que cuando empezó a aparecer en más personas muchas familias entraron en pánico. Todos estábamos confundidos, asustados. A duras penas entendíamos que tenía que ver con la luna, pero poco más. Más gente fue al hospital. Creíamos que los afectados no podían levantarse de la cama… hasta que Laura lo hizo. Ella fue la primera en matar. Ahorcó a todos en su cuarto del hospital antes de que la encontraran. Ella tardó tres días en volverse agresiva, pero los marcados más nuevos lo hicieron al mismo tiempo. Fueron los que habían sido al hospital, los que estaban cerca de ella. ¿Entendes? Fue como si su matanza hubiera contagiado al resto. Y cada muerto ganaba la marca de la luna.
Cristina me escuchaba, solemne. Imaginé que esa expresión firme debía haberla usado en muchos casos donde escuchaba tragedias como la mía.
—Pronto salieron del hospital, contagiando a otros. La gente se mataba en las calles, Cristina. Nenes, mujeres, hombres a los que les había vendido piezas, armas. Yo quería que nos encerremos y nos ocultemos, pero Anton… Anton…
—Anton… ¿era tu amigo?
—Sí. Forjábamos juntos. Juntos. Estábamos forjando una armadura ese mismo día. Anton no quiso quedarse escondido. Él quería salir y ayudar a la gente, proteger a los que no tenían la marca. Había que parar a nuestros vecinos. Alguien tenía que interrumpir su sufrimiento. Anton tenía razón. Accedimos a ir juntos. Terminamos de forjar la armadura, y… la sellamos con el símbolo de la luna. Como protección. Fue idea de Anton, pero él se negó a usarla. Insistió en que fuera yo. Dioses. No me resistí lo suficiente, tendría que haber…
—Morr, entonces… ¿salieron?
—Sí. Sí. Salimos, nos separamos y matamos. Tuvimos que matar a todos los que tenían la marca. Éramos doscientos en el pueblo, ¿sabés? Y la mitad debía tener la marca. No quedaban muchos que no la tuvieran y no los hubieran atacado. Por eso no me di cuenta. Yo solo mataba a los que tuvieran la marca, ¡solo a los que la tuvieran! Pero no veía a nadie sano. No los encontraba. Hasta que encontré a Anton. Él había reunido a todos los sanos mientras yo cazaba a los enfermos. Los reunió y los mató. Matar, matar, matar era como la infección, ¿entendes? Mientras más matábamos más gente ganaba la marca. Anton me lo explicó. Me explicó que los sanos que quedaban también iban a infectarse. Por eso había que ocuparse de ellos antes. Era para que murieran sanos, con sus propias mentes, sin haber cometido pecado. Anton me lo explicó. Los había reunido a todos… formó una pila. Solo quedábamos nosotros dos. La locura no debía esparcirse, no debía dejar el pueblo. Solo faltábamos nosotros dos. Anton se arrodilló frente a la pila y me pidió que lo haga. Y. Y…
—Morr. Termina.
—No vas a creerme. Todavía no sé qué paso, qué fue lo que vi. No sé si lo vi.
—Contamelo.
—Solo quedábamos nosotros dos, y cuando lo apuñalé a él… La luna roja pareció iluminarse como un reflector, como un sol. Toda la ciudad se tiñó de rojo. No podía distinguir el color de los cuerpos con el de la sangre. Todo era el mismo rojo puro. Me di cuenta de que escuchaba tambores. Y campanas. Sonaban a la distancia, lejanas, pero se acercaban más y más y más. Fue lo que Baal dijo, ¿entendes? Un sacrificio para la luna. Y la luna respondió. El cadáver de Anton abrió la boca y le salió… le empezó a salir una serpiente. La serpiente zigzagueaba y mientras iba saliendo iba creciendo. Cuando terminó de salir era tan alta como yo, y tan ancha como para dar vuelta la pila de cuerpos. “Gracias”, me dijo. “Gracias por el llamado.” Para entonces yo estaba de rodillas, y las lágrimas no me dejaban ver. Pero la Serpiente volvió a cambiar, y se convirtió en… se paró en dos piernas, ganó la misma armadura que yo. Se volvió un hombre. Y se sacó el casco y era mi cara. Era yo. Caminó hasta mí, me sacó mi casco y me tocó la frente. Entonces… no sé. Fue como un desmayo. Pero más como dormir. Y más como si estuviera abandonando un sueño, en vez de entrando en uno.
—Dioses.
—Cuando me desperté la Serpiente se había ido. Esa noche… la luna no fue roja.
—El ciclo había terminado.
—11 de octubre.

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