Gamma
Morr escrito por Zeh Roh/Martín
Crove escrito por Croft/Miguel
Kayla escrita por Bake/Agustín
Cristina y El Bufón escritos por Fabian
Iniciado el 11 de junio de 2018
1 - Morr
Las únicas nubes estaban
sobre el horizonte, pero todo el resto del cielo rojo estaba despejado. Taloneé
al caballo y aceleré. Me era difícil respirar. El cielo parecía caer sobre mi
cabeza e inundar al mundo con su rojo; el desierto estaba teñido. Avancé por
las planicies sin detenerme a mirar el paisaje. Era monótono y concentrarme en
él podía confundirme… marearme, hacerme perder la razón.
Cabalgue hasta que se hizo
de noche. Tome poca comida de los bolsos del caballo; debía provisionar. Me
senté frente a la fogata y miré el fuego, el rojo de las flamas. Eran
hipnotizantes. Se reflejaban en la armadura. Representaban caos, desorden.
Mirar hacia las llamas era mirarme en el espejo, convertirme en la hoguera. La
luna roja nos hacía compañía.
Al día siguiente partí por
la mañana. El caballo no había tenido mucho tiempo para descansar, pero no
importaba. Siempre podía reemplazarlo. No duraban lo suficiente como para
nombrarlos. Solo me preocupaba que no veía ningún pueblo en la distancia, y no
podía recordar cuando había dejado el ultimo. Parecía que había vagado en la
desolación por meses. La tierra reseca reflejaba el cielo al igual que mi
armadura. Todo se fundía en el rojo. El rojo era yo.
A medida que avanzaba, un
punto negro se acercó desde el horizonte. Algo que quebraba el rojo, un
elemento invasor. Cuando me acerque pude ver que se trataba de un arlequín. Un
espejismo. Me baje del caballo, frente a esa figura oscurecida por estar en
contra del sol. Su figura difusa era una sombra que se sacudía con el viento.
Que iba y venía como una flama.
—¡Ooh! ¡Hola! ¡Caballero esqueleto! ¡Hola! —me saludó.
—¿Traés novedades,
espejismo? —dije—. ¿Traes noticias del desierto?
—Puede ser… ¿Querés
hablar? ¿Querés jugar conmigo?
—No tengo tiempo para
juegos.
Desenvaine mi espada. A
todos los espejismos les gustaban los juegos y no estaba de humor para eso.
Apunté mi arma hacia él.
—¿Conocés a la Serpiente?
¿La viste pasar por acá?
—Ooh. Buscás a la
Serpiente, ¿eh? ¿Es una cacería?
—Habla, arlequín.
—No está bien hablar sin
compartir. Juguemos… Mientras más tomas,
más dejas atrás. ¿Qué soy?
Lo pensé un momento y solo
me confundí. Fastidiado, alcé las manos y bajé la espada contra el arlequín.
Cuando el filo toco su hombro, un dolor agudo me recorrió el cuerpo. Miré hacia
abajo y vi que mi armadura empezó a gotear sangre. Mi hombro se había cortado.
Bufé y volví a levantar el
arma. Golpeé contra sus caderas, pero mis caderas sufrieron el corte. Caí al
suelo y me retorcí por unos momentos. Mi caballo relinchó ante el olor de la
sangre.
Tras un momento pude
volver a ponerme de pie. No podía atisbar su expresión, contra el sol. No tenía
caso atacarlo. Pensé el acertijo por unos momentos. Creía haber escuchado la
solución durante mi niñez, pero no llegaba a recordarla. Probablemente no
serviría, de todas maneras. Los espejismos nunca hablaban sin un segundo
significado.
Al mirar atrás y ver las
huellas que dejamos en la tierra lo entendí. La respuesta era pasos. Pero eso no era lo que el
arlequín quería escuchar. En realidad estaba hablando de mí.
—Vidas. Al tomarlas se
pierden —dije.
—¡Bravo! —dijo él—. Ahora
estamos compartiendo la charla.
—Entonces es mi turno de
preguntar —dije. Pensé un poco. Los espejismos se movían por todo el desierto;
debían saber todo tipo de cosas. Quería encontrar a la Serpiente, pero todavía
no había jugado lo suficiente para merecer una respuesta importante—. ¿Qué
cuentan las capitales? —pregunté al fin.
—Algunas ciudades están
dándole la bienvenida a los dioses de las maquinas, aceptando sus cambios.
Otras quieren seguir como siempre, pero van a cambiar de todas maneras. Todo
cambia. Incluso lo prohibido.
—¿Ciudades prohibidas? ¿Querés
decir las ciudades ocultas?
—¡Sí! Sé que muy pronto
vas a encontrarte con una ciudad oculta. Una ciudad oculta que no va a
permanecer oculta más.
Una predicción. Ese
espejismo me estaba sirviendo.
—Entonces, ¿qué hay de…?
—¡Ah! Ta-ta-ta. Es mi
turno de servir. Veamos… ¿Qué ríe cuando
reís, que llora cuando lloras, que dice tu nombre cuando le preguntas quién es?
Guardé mi espada. Podía
recordar la respuesta de este. La solución era espejo, pero debía decir otra cosa. Pensé en la entidad que
intentaba encontrar; en lo que me había hecho hacer, y lo supe.
—La Serpiente —dije. El
arlequín pareció satisfecho—. Ahora decime qué sabés de ella. ¿Dónde puedo
encontrarla?
—Ni siquiera yo se eso —dijo—.
Pero puedo ver el camino que te espera. Vas a cruzarte con otros caminos, con
otros destinos; tenes que unirte a otros viajeros si querés triunfar. Aunque ni
siquiera así vas a evitar encontrarte con la
muerte.
Evite mostrar ninguna
reacción. Los espejismos siempre hablaban con un segundo significado; la muerte
no tenía por qué ser la mía. No le temía a su encuentro.
—Ahora es mi turno otra
vez… —dijo el arlequín, pero no quería seguir escuchándolo. Podía actuar si
evitaba que formulase otro acertijo. En un solo movimiento, desenvainé y hundí
mi espada junto a su cuello. Esta vez no hubo rebote; corte hacia abajo y partí
su cuerpo en dos. El sentir como atravesaba su interior me hizo estremecer.
Desafiar a los espejismos nunca era bueno. Me subí al caballo y me puse a
trotar tan pronto como pude.
Casi en cuanto le di la
espalda empecé a escuchar su voz.
¡Caballero esqueleto! Gritaba. No me atrevía a mirar atrás, a mirar qué
pudiera emitir sonido entre esos restos. ¡Caballero
esqueleto! ¡Quitate ese disfraz! ¡Mostra tu verdadero yo! El desierto es tu
piel y vos sos el desierto. No podés borrar la sangre que te cubre. La sangre
te rodea. La sangre me rodea. Te cubre… me cubre durante el día, con su cielo
rojo, y durante la noche, con su luna roja. No puedo escapar de ella. El
arlequín insistía en hablarme… o ¿me estaba hablando yo? No podés escapar persiguiendo a la Serpiente. Le temo. En realidad, le
temo…
¡No! Me aferré al caballo
y lo impulsé a ir más rápido. Pronto el espejismo quedo atrás y las voces desaparecieron.
Anduve sin levantar la cabeza por un largo tiempo.
Cuando me decidí a mirar
hacia adelante, me di cuenta de que había un pueblo a la distancia. Por fin iba
a llegar a algún lugar. Aún estaba en la distancia; pasaron varias horas hasta
que pude leer el cartel de la entrada. Norton. Hice que el caballo fuera a paso
lento y me adentré en el pueblo. No podía ver a nadie. No escuchaba ningún
movimiento dentro de las casas, ninguna conversación. Eso no me gustaba. Aferré
la vaina de mi espada para darme seguridad.
Estaba por el centro del
pueblo cuando escuché un grito resonando por el aire. En seguida bajé del
caballo y seguí el sonido. Llevaba a una casa; la puerta había sido tirada
abajo. En cuanto entré pude distinguir el silbido que hacían los insectos;
atravesé dos cuartos y los pude ver. Dos bestias langosta. Estaban acercándose
hacía una mujer hecha un ovillo.
Tomé mi espada y le corté
un brazo a la más cercana. Cayó al piso, retorciéndose. La segunda se giró
hacia mí y me lanzó su zarpa, pero me cubrí con el brazo y la armadura
resistió. Antes de que bajara su pata ya le había atravesado la cabeza.
Me disponía a acabar la
que se estaba retorciendo cuando noté una sombra acercándose por atrás. La noté
muy tarde. Una tercera langosta se me tiró encima, aplastándome con su peso y
tirándome contra el piso. Sus patas no paraban de chocar contra mi espalda, lo
que se sentía como un millón de agujas clavándose. Soltando un rugido, estiré
mi mano y logré alcanzar mi espada. La apunté hacia arriba, y atravesó el
cuello de la langosta. La bestia se volvió un peso muerto. Me la saque de
encima.
La mujer me estaba
mirando. Nos miramos mutuamente en silencio, mientras recuperaba el
aliento. Era rubia, vestida con harapos.
Se veía aterrada.
—¿Estás bien? —dije.
—Sí… gracias… gracias —dijo
ella.
—¿Qué paso en este pueblo?
¿Dónde está la gente?
Ella hizo un gesto de
dolor.
—Intentar recordar… duele…
no sé nada de lo qué me pasó antes… no se qué es este lugar…
—Puede que el dolor te
haya hecho olvidar. Es casi seguro que las bestias arrasaron el pueblo.
—Me desperté y no había
nadie y me escondí acá… Necesitaba esconderme… que ese cielo no me vea. Dioses,
ese cielo rojo… ¿Dónde estamos?
—El cartel de la entrada
dice Norton —dije.
—No, eso no. Este reino…
¿Dónde estamos?
—Ah. Ese nombre quedo
olvidado hace mucho. Tranquila. —Me saqué el yelmo, mostrándole mi rostro. La
mujer pareció calmarse.
—Ah… era un yelmo… Por un
momento temí que fueses un esqueleto, que… que no fueses humano.
Gruñí.
—Humano… quizá ese termino
sea demasiado para mí.
Se hizo un silencio.
—¿Sabés… cual es mi
nombre? —dijo ella.
—No. Pero no debe haber un
ser sin bautismo —dije—. Por el momento, podría llamarte… Annie.
La mujer sonrió.
—Nombrar a alguien es un
acto sagrado. Ahora estoy enlazada a vos; tenes que dejarme viajar con vos.
Retrocedí.
—No. Sé que voy a
encontrar viajeros, pero una mujer como vos… sería una carga.
—Por favor… señor
caballero. —Annie caminó hasta mí, tocándome el brazo. Al sentir el contacto me
estremecí y perdí la capacidad de discutir. Sentir a una mujer era tan…
—Annie… ¿sabés cocinar?
¿Recordas al menos eso? —pregunté.
—Sí, estuve cocinándome
mientras me escondía del pueblo y los días pasaban.
—Bien. Quizá… esté bien.
Salí de la casa y me
dirigí a mi caballo. Annie fue tras de mí. Ambos nos montamos y dejamos Norton
atrás.
Cuando cayó la noche
apareció una luna menguante roja. La luna llena se acercaba. Annie miraba el
cielo con temor.
Cada vez que me movía
podía sentir los cortes y mis heridas, pero habían dejado de sangrar. Quería
sacarme la armadura y limpiarme… pero no me atrevía a hacerlo frente a la
mujer. Me senté y permanecí inmóvil. Las horas pasaron y Annie se acostó contra
el fuego. Pronto reinó el silencio.
Cuando abrí los ojos, vi a
Annie con una mano sobre mi yelmo. Debía haberse acercado mientras dormía.
Sobresaltado, la empuje para atrás y me puse de pie.
—¡¿Qué hacés?! —bramé.
—Solo… Solo quería revisar
si estabas durmiendo, me parecía extraño que durmieses con la armadura… —balbuceó
Annie.
—¡No me toques! No vuelvas
a tocarme… Vos…
Estaba temblando.
Respiraba agitado. Annie no se intimidó; más bien parecía confundida. Vi su
mirada, sus ojos juiciosos. Debía estar sacando conclusiones sobre mí… No podía
soportarlo.
—¡Basta! —exclamé,
tomándole las muñecas. Annie hizo una mueca, pero no chilló. La tire contra el
piso, poniéndome sobre ella. Empecé a quitarme la armadura por abajo—. ¿Querés
tocarme? ¿Querés viajar conmigo…? Tenes que valer de algo… Servir de algo… Al
menos podés compartir tu calor…
Empecé a forzarme dentro
de ella, y ella se retorcía, pero no se quejaba. En la oscuridad de la noche no
podía distinguir su expresión… solo podía sentir mi propio pánico, mis propias
nauseas. No tenía expresión, al igual que el arlequín. Por un momento sentí
estar encima del arlequín, penetrando su cuerpo sangrante. Mi traspiración caía
por las hendiduras de mi yelmo. Pero seguí.
Cuando me incorporé
ninguno dijo nada. Volví a mi posición inicial y descansé. Annie se dio vuelta
y reinó el silencio. Mañana saldríamos cuando se levanté el sol.
Continuar
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