El dormir no ayudó a
despejar mi mente. Al despertar seguía pensando en la cosa atroz que le había
hecho a Annie. No sentía culpa, solo nauseas; un odio hacia mí mismo que me
hacía relamer el ardor de mis heridas. No quería forzármele. Ella me había obligado;
había forzado mi mano. Decidí que la marcha por el desierto me ayudaría a
olvidar. Me puse a caminar sin decirle nada a Annie, sin fijarme si estaba
despierta. Si ella quería seguirme pues debía probarlo.
Sin embargo, no me subí al
caballo. Lo tome de su correa y camine a su lado. No me detuve a preguntarme
por qué… pero la razón era que Annie no podría alcanzarme si me ponía a
cabalgar. Caminé hasta dejarla atrás del horizonte. Poco después miré para
atrás y pude ver su silueta contra el cielo rojo, fluctuando como un espejismo.
Parecía estar corriendo hacia mí. Le di la espalda y continué marchando. Una
hora después logro alcanzarme. Estaba agotada, pero no dijo nada. Yo tampoco.
No hablamos sobre lo que le había hecho; ella había decidido seguir conmigo, y
eso lo decía todo.
Era terco de nosotros,
pero caminábamos sin subirnos al caballo debido a nuestro silencio. Annie
caminaba a cierta distancia de mí, pero a medida que el sol cruzó el cielo la
mujer se fue acercando. Le había gritado que no me tocase… pero luego la había
tocado como nunca había tocado a una mujer. Entendí que debía darle una señal
clara. Estiré la mano y le aferré el brazo. Annie soltó una exclamación. La
acerqué al caballo, y la subí arriba. Me subí adelante y empezamos a cabalgar.
—Algo le pasa al caballo
—dijo, entonces—. ¿Cómo se llama?
—No le pasa nada —dije—. Y
no tiene nombre.
No podía verla, y no podía
interpretar su tono de voz. De pronto, apoyó su cabeza contra mi espalda. Tuve
un escalofrió. Mis manos empezaron a temblar y temí volver a perder el control.
—¿Y cuál es tu nombre?
—preguntó. Lo pensé durante unos momentos.
—Me llamo Morr —dije
entonces.
—Bueno, caballero
esqueleto —dijo, y me pareció detectar una sonrisa en su voz. Me gire para
verla, y su rostro estaba oculto contra mi espalda. Pero podía ver su pelo
dorado, y parecía ser lo único que brillaba en ese océano rojo. Lo único que
era real.
Me permití pensar que
quizás Annie tenía razón. El caballo no estaba andando normalmente. Se
tambaleaba, e iba más lento que de costumbre. Ya lo había alimentado ese día,
así que no podía ser eso. Era el desierto. Los animales no duraban mucho en ese
lugar. Pensé que cada paso debía estar doliéndole, que cada metro que
atravesábamos empeoraba las cosas y ya no podía ser curado. Mis manos volvieron
a temblar, y me aferre a las correas. Lo hice andar más rápido. No le dije nada
a Annie. Continuamos trotando y las horas pasaron. El caballo fue haciéndose
más lento, más torpe. Finalmente, tropezó y caímos afuera.
—¿Está bien? —dijo Annie.
Lo examiné.
—No sé si va a poder
levantarse. —Miré a Annie, y parecía preocupada, así que agregué algo más—. No
es tan malo. De todas maneras, necesitábamos su porción del agua. —Desenvainé
mi espada, preparado para acabar con la miseria del caballo.
—¡No! No lo hagas…
—¿Por qué?
—Quizá pase otra persona
con comida y agua que pueda ayudarlo.
Lo pensé. Sacrificarlo era
demasiado fácil… quizá dejarlo ahí era un sacrificio más apropiado. Sentía
náuseas y odio hacia mí mismo cada vez que hacía que algo sufriera, pero
también lo disfrutaba. Sentía que era lo que me tocaba. Después de conocer a la
Serpiente… no era más que un manojo de carne y hueso caminante. No me
consideraba una persona. Solo era un instrumento que sufría y compartía ese
sufrimiento con otros. Eso era en lo que la Serpiente me había convertido. Y
quizá debía aceptarlo para lograr encontrarla y vengarme.
Dejamos al caballo atrás y
anduvimos hasta que se hizo de noche.
Annie se acostó en el
suelo primero, antes de que pudiera considerar el asunto. Lo primero que pensé
fue que no quería que ella se me acercara, que debía acostarme lejos. Pero fue
como si mi cuerpo se moviera por sí solo, y me acosté junto a Annie, y la
abracé.
Ninguno dijo nada. La luna
roja nos observaba por lo alto.
Al día siguiente retomamos
la marcha. Ese día Annie rompió el silencio.
—¿A dónde vamos? ¿El final
del desierto es por acá?
—El final del desierto
está en cualquier dirección. Si se camina lo suficiente, todas las direcciones
llevan a algo.
—¿A dónde vamos?
No respondí durante un
momento.
—No buscó salir del
desierto; acabo de entrar en él. Esta dirección va a tomarnos semanas para
salir. No. El arlequín dijo que iba a encontrar una ciudad oculta… Tiene que
estar en alguna parte de este desierto. Tiene que ser el camino a seguir.
—No entiendo bien. ¿Cómo
se oculta una ciudad?
—Quizá esté bajo la arena…
o escondida de la vista, tras una pared de viento o un espejismo. Quizá están
ocultas por un hechizo. Se dice que en el Desierto de Artemis existe una ciudad de los muertos a
la que no pueden pasar los vivos. Pero quizá… yo pueda.
—¿Y yo? —dijo Annie. No le
respondí—. ¿Por qué el sol está rojo? ¿Siempre va a ser rojo…?
—No. Pero el ciclo podría
durar semanas.
Cansado de responder,
aceleré el paso. Mantuve un paso acelerado, sin importarme si Annie podía
seguirme el ritmo. Pero de pronto me detuve. Había rastros en la arena. Una
persona había comido en ese lugar hacía poco. ¿Por qué no había huellas? Debía
haber habido una tormenta de arena mientras dormíamos.
Continuamos avanzando, y
los rastros se hicieron más obvios. Empecé a distinguir huellas con claridad.
Una sola persona. No estaba lejos. Cuando miré a Annie, ella estaba mirando al
suelo igual que yo, pero no sabía si había alcanzado mi misma conclusión. No le
dije nada. Avanzamos hasta que se hizo de noche. El rastro estaba demasiado
cerca, así que seguimos avanzando sin descansar.
La luna se había ido y
comenzaba la madrugada cuando la encontramos. Un punto de luz en el horizonte;
el ser vivo que seguíamos había encendido un fuego. A medida que nos
acercábamos, me prepare para lo peor. Podía ser un monstruo, una de esas
abominaciones que había encontrado en Norton.
Nos acercamos a una
distancia prudente, hasta que pude distinguir qué había. Era una humana. Una
mujer rubia con una corona de laureles. Dormía junto a su fogata, con lo que
parecía un bastón junto a ella. Antes de poder decidir mi siguiente acción,
Annie salió corriendo hacia ella.
—Annie, ¡no…!
Pero no pude detenerla.
Annie corrió hasta la mujer, y empezó a sacudirla para despertarla. De pronto,
la mujer apretó su mano contra el cuello de Annie y la empezó a ahorcar. Se
incorporó y tiro a Annie al piso, agarrándola con ambas manos. En ese momento
todo se hizo claro en mi cabeza: tenía que proteger a Annie.
Desenvainé
mi arma. Continuar
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