viernes, 7 de junio de 2019

Gamma — 9 — El Bufón


—¡Buenas noches, Artemisianos! Vuelve con ustedes la Radio 106.6 FM, con sus dos anfitriones de siempre, Sinbrillo y Alberto al Pesto, transmitiéndoles desde lo profundo del desierto todos los eventos que su gobierno no quiere que sepa. Las noticias de mañana y los escándalos ocultos de hoy.
—Así es. Nos encontramos con 16 grados de calor y bajando, con una mínima de 12 para esta noche y una máxima esperada de 41 para mañana. Sobre nosotros se cierne ahora la bellísima luna roja, la cual nos dicen por interno que va a durar hasta el próximo martes, alcanzando su intensidad máxima este domingo.
—Así que cuídense los lunáticos que tengan que dormir a la intemperie esta semana. No quieren que los agarre la locura de la luna roja.
—Y también los que vuelen, porque la aurora roja se pronostica durara hasta el lunes. No olviden su protector lunar.
—¿A quién cazas? —preguntó mi Jueza, mientras la radio sonaba. El hombre, un supuesto noble que supuestamente se llamaba Crove, estaba arrodillado frente a ella. Traía una supuesta lanza y una supuesta mochila con supuestas provisiones, incluyendo un recipiente con aceite. Su piel se mostraba tostada por el sol, sus labios partidos, y sus zapatos gastados y llenos de arena en cada pliegue. La verdad, no podía saber a simple vista si de verdad era un príncipe. Después de todo no sería la primera vez que un criminal roba un anillo oficial o lo consigue en el mercado negro. Pero mi Jueza sabía más que lo que veían los ojos, y engañarla requeriría haber dejado atrás la cordura.
—¿Cómo he de ocultarlo? “Investigo” a un…
—No es necesario usar el vocabulario del imperio —lo interrumpió mi Jueza. El sujeto cerro los ojos y respiro hondo, reconociendo a la clase de persona con la que se topó.
—Vengo a capturar a un caballero que se oculta en este desierto. Cometió un acto grave por el que debe pagar.
—¿Traés una orden?
—No es necesaria. El Consejo ya decidió su culpa, y mi presencia es prueba suficiente.
La Jueza hizo una mueca. Era la pregunta eterna: ¿para qué tener jueces si todos los que importaban hacían lo que querían y no rendían cuentas a nadie?
La estática de la radio dio paso a los números. No me había dado cuenta de que estaba encendida. Los números de siempre se alzaron por sobre el silencio: 4, 4, 5, 9, seguido de una corta melodía y luego estática. Rodeé al sujeto para estar al lado de mi Jueza.
—¿Buscas matar a este caballero? —preguntó ella.
—He de presentarlo siendo capaz de hablar, de ser posible —dijo Crove.
—¿Qué hizo para que un príncipe lo busque?
El sujeto pensó deliberadamente por unos segundos, sin levantar la vista del suelo.
—Me temo que no puedo comentar los motivos del Consejo.
En otras palabras: algo gravísimo.
La Jueza me hizo una seña para que envainara la espada. El sujeto se puso de pie y empezó a limpiarse la arena de los pantalones, mientras nos hacíamos a un lado.
—¿En qué piensa, Jueza mía? ¿Sera de fiar? —dije, apoyándome en la espada como si fuera un bastón.
—Es un noble. ¿Qué crees?
—Pues que debe velar por la verdad y el bienestar de todos los súbditos del imperio, ¿cómo no? —respondí. Mi Jueza rio un poco, amarga. Me apoye en el otro pie—. Por otro lado, se nota que caminó por varios días. Solo los locos transitan el desierto.
—No, no. Es un noble, no tengo duda alguna —dijo mi Jueza, mirándolo de reojo de pies a cabeza—. Pero no sé si tenga algo que ver con lo que sentí.
—¿Que dice su aura?
—Es negra, como la de casi todos los nobles. Puedo imaginar su historial… Es mucha coincidencia encontrar un príncipe acá.
—Menos mal que no encontramos otra jueza, ¿eh?
—Sí, supongo.
Sabía que mi Jueza no iba a disfrutar nada como hacer pagar a un noble; los detestaba más que a los niños, como cualquiera que no gustara del imperio, pero siquiera intentarlo era complejo. Si se enteraba alguien, iba a requerir dar muchas explicaciones, soportar investigaciones y ni hablar de todo el papeleo. Y mi Jueza siempre insistía en apegarse a las buenas leyes. El hombre también debía saber esto, pero de la misma forma, atacar a un juez le iba a traer más problemas que los que podría solucionar.
—¿Qué hay de aquel caballero? ¿Podría ser él la causa? —pregunté.
—En eso estaba pensando —dijo mi Jueza—. Concordaría bien.
—Ah, pero si llegara a ser él usted no va a poder hacer nada. El caballero esta pedido, que en paz descanse.
—No nos adelantemos, Bufón.
La Jueza se volvió hacia Crove.
—¿Esta todo en orden? —preguntó este—. Si necesita pruebas…
—No, no. Fuiste honesto, por lo menos eso puedo reconocerte —dijo mi Jueza. El hombre pareció molestarse—. Empero, aquel caballero que mencionás me causa preocupación. Guiáme hasta él de inmediato.
—¿Qué? —Crove se acercó con su lanza hacia mi Jueza, que se había girado hacia su camello. Lo detuve con mi espada envainada.
—Ey, ey. No apuntes a mi Jueza con ese palo —le advertí.
—Señora Jueza, sepa que la respeto mucho, y que soy un ciudadano ejemplar...
—Eso lo puedo apreciar —dijo ella.
—Pero como ya dije, este es un asunto sobre el cual el Consejo ya deliberó, y que confió en mi persona. No es necesaria la presencia de ningún juez.
—No es legalmente necesaria.
—Entonces, déjeme encargarme de esto a mí. ¿Para qué molestarse?
La Jueza apagó la radio.
—No tengo obligación de divulgar mis motivos. Mi decisión ya está tomada. Pero si de algo le sirve, tampoco tengo intenciones de perseguirle por el desierto, príncipe. Si no desea que le siga, siéntase libre de correr hasta perdernos. Ayudáme, Bufón.
Me acerqué a mi Jueza y la ayudé a subir su bolso al camello. El príncipe se quedó mirándonos. Claramente, no disfrutaba de nuestra intromisión.
—¿Y bien? —preguntó la Jueza cuando teníamos todo ordenado y a Molly en pie. El príncipe maldijo por lo bajo.
—Como quiera. Sígame si quiere —dijo, mojando un paño con algunas gotas de su aceite—. Pero no le prometo encontrar al caballero por lo pronto.
—No tenemos prisa.
Eso me pareció extraño. Habíamos decidido dedicarle dos días a eso; al parecer los planes habían cambiado. El príncipe se puso el paño en la cabeza, empezó a caminar y lo seguimos con nuestra humilde y floja caravana. La Jueza me hizo una seña para que me acercara.
—¿Cuánto tiempo más podemos durar en el desierto? —me preguntó. Buen momento para sacar cuentas, Jueza mía.
—Depende de a dónde se dirija. Si sigue en línea recta, podemos seguirlo dos o tres días. Si cambiara de dirección hacia el oeste, solo hasta la noche.
—Ah, qué bien.
—Por supuesto, lo mejor sería que caminara en dirección a Gentium, pero imagino que el hombre sabe lo que hace. Le dije que era mala idea hacer justicia en el desierto, Jueza mía.
—No nos adelantemos —me respondió, serena—. Solo lleva una mochila. Él tampoco va a poder durar tanto acá —Tenía mucha razón. A menos que fuera una máquina y llevara la mochila llena de aceite.
En todo caso, viendo que eso tomaría un tiempo, me adelanté y empecé a meterle conversación al pobre príncipe, enviado a morir al desierto. Partí con preguntas simples. Dónde nació, qué era de su vida, cómo estaba el clima. Él no disfrutaba nada de mi presencia y respondía solo con monosílabos, pero luego de un rato se vio forzado a hablar más. No porque me tuviera confianza, no, sino porque hablar le requería menos energía que escucharme. Esa era una táctica que había aprendido con mi Jueza. Y hablando de mi Jueza, ella iba más atrás escribiendo en su libreta mientras escuchaba.
—Y decime, ¿cómo buscas al Caballero? —pregunté—. ¿Cómo sabes dónde está?
—Encontré sus huellas. Sé que son suyas —dijo Crove, señalando el camino. Sin embargo, por más que me esforzaba no podía ver nada.
De todas maneras, así pasaron las horas. Montamos campamento al anochecer en cuanto cayó la helada y la luna roja se hizo notar. Planté bien el parasol para cubrir a Molly y le até mi sombrero de bufón al camello. No hubo fuego ni charla durante la cena. Nos dormimos de inmediato, y de igual manera nos levantamos temprano cuando apenas aclaraba.
El príncipe había sido considerado en no despertamos mientras adelantaba en su búsqueda; había salido primero. Luego de algunos minutos lo alcanzamos y estuvimos reunidos de nuevo como una familia feliz. Además, mi Jueza había despertado sintiendo una presencia decadente a lo lejos, hacia donde nos llevaba Crove. Parecía que el príncipe decía la verdad y nada más que la verdad.
—Imagino que sos bueno con esa lanza —le dije.
—Con toda clase de armas.
—Impresionante. Pero, ¿podes lidiar con un arlequín?
—No encontré ninguno —respondió. No, con esa actitud, claro que no—. Dicen que los bufones son primos de los arlequines.
—Bueno, bueno, en un sentido metafórico, quizás. Más que nada en poemas —dije, poniéndome a caminar hacia atrás.
—Ya que cargás con la espada, imagino que la Jueza no puede defenderse a sí misma. Debes ser hábil.
—En efecto, soy muy bueno. Participé en algunos duelos.
—Impresionante. Pero, ¿podes lidiar con un arlequín?
—Así es —dije—. Los bufones somos primos metafóricos de los arlequines, ¿sabía usted? Estamos bien versados en el arte de hacerlos desaparecer. No necesitamos una espada para deshacernos de uno hostil.
Caminamos todo el día. Parecía que el clima empeoraba con el ciclo rojo, e incluso a mí me estaba afectando las partes móviles todo ese calor. Esperé que la mula aguantara bien. Nos terminamos refugiando tras algunas rocas durante el almuerzo.
Al atardecer, cruzando una duna, nos encontramos con una vista inesperada. En la lejanía había dos cuernos gigantes saliendo del suelo. Sus sombras casi podían alcanzarnos, provocando que el aire se enfriara un poco. Qué lugar con el que tropezamos, pensé. Las coincidencias siempre auguraban eventos, y esa obra de arte auguraba muerte. Quizá era una tumba. Pude ver a mi Jueza sufriendo de escalofríos.
—¿Se siente bien, Jueza mía? Se ve pálida —dije.
—No es nada.
—¿No desea mi abrigo? Resiste hasta la nieve.
—No, estoy bien —me calló. Tomó un sorbo del agua calentada al sol, y pareció mejorar un poco—. Príncipe, allá está el caballero, ¿no?
—Así es.
—No perdamos tiempo, entonces.
Empezamos a descender la duna, sin quitarle los cuernos de encima a los ojos. ¿O era al revés?
El paisaje se había vuelto desolador y oprimente. No había podido presenciar el nuevo milenio, pero imagine que fue similar.
—Bufón, ¿por qué traes al desierto un abrigo para la nieve? —preguntó mi Jueza. Empecé a reír. Reír era la mejor forma de llegar a esos lugares.
—Bueno, creí que lo de cruzar el desierto era una broma, Jueza mía. Esperaba ir por las montañas —dije, entre risotadas. La Jueza se frotó la frente.
—No digo nada, Bufón, pero espero que sepas que, llegando a Gentium, Molly va a ser tu reemplazo.
—Valió la pena.
Entre risas bajamos hasta la base de la duna, y continuamos hacia los cuernos siguiendo su sombra.
—¿Van a Gentium? —preguntó el príncipe.
—Así es, vamos a un caso —dije.
La Jueza me tiró el sombrero de la cabeza, al parecer queriendo decirme que no hablara, pero no es que hubiera razón para ocultar esas cosas. Me agaché a recuperarlo y sacarle la arena.
—¿El de los jueces corruptos?
—Ese mismo. Es el caso más importante de mi Jueza en diez años; es todo un logro... No es que haya tenido muchos casos importantes hace once años, tampoco, pero no hay por qué hablar de eso. No sé porque lo estoy haciendo.
El príncipe guardó silencio. Al parecer no le impresionaban los actos de mi Jueza, y bueno, quizás a nadie la verdad. Me pregunte qué clase de casos vería el Consejo, entre tanto secreto debían ver cosas importantes... Mas razón para preguntarme qué había hecho ese caballero.
Continuamos a medida que las sombras se alargaban, hasta que las estrellas aparecieron y la luz se fue. Cayo el crepúsculo y luego la noche. Contra el filamento, solo se distinguía la silueta de aquella monumental estructura. No era tan mala como asumí al principio; era hasta bella viéndolo del lado de la grandeza, de imponer presencia. Quizás hasta me gustaría ir a parar ahí cuando el Señor me mandase a buscar. Perseveramos hasta llegar a los cuernos, con la temperatura por los suelos. Cuando me di vuelta, vi que mi Jueza se había puesto el abrigo.
—¿Y bien? ¿Dónde está el caballero? —pregunté en voz alta.
—Banshala —susurró el príncipe. Sacó una botella de agua, se la bebió en dos segundos, y tiró su lanza y todo lo que traía a un lado. Corrió hasta la estructura, donde había una puerta enorme, y empezó a tirar de ella. Mi Jueza y yo nos miramos durante un segundo.
—¿Qué fue lo que dijo? —preguntó la Jueza—. ¿En dónde estamos? ¿Qué demonios son estos cuernos?
—¿No sabe qué es este lugar? —dije—. Jueza mía, hasta este pobre hombre tiene conocimiento. No me diga que no se lo enseñaron en la escuela.
Alcanzamos al príncipe, que parecía haberse dado cuenta de que tironear la puerta no iba a abrirla.
—Eh, bueno, es la ciudad de los muertos. Un destino turístico muy sobrevalorado. Nada muy grande en mi opinión.
—¿Conocías la ciudad? —dijo Crove, y pateó la puerta.
—Leí mucho. ¿No me diga que recién ahora la reconoció? Y yo que lo creía culto a usted.
Me saqué el sombrero de bufón y se lo puse al camello mientras la Jueza se bajaba. La luna vendría pronto.
—En todo caso, este lugar es lo de menos. ¿Dónde está nuestro caballero, señor príncipe?
El príncipe ignoro mi pregunta, y se volvió a recuperar las cosas que había tirado.
—Jueza mía, parece que me perdí de algo —dije. Ella se puso la capucha del abrigo.
—El caballero no llegó aún —dijo.
Oh, guau.
—Ah, ¿no?
—El caballero aun viene por allá —dijo el príncipe, señalando detrás de nosotros—. Seguí su rastro, y desde una de las dunas que pasamos hoy noté que cambió de dirección hacia este lugar. Así que me tome la libertad de tomar un atajo.
Así que resultamos llegar antes.
El príncipe se acercó hasta la puerta y sacó algunas herramientas de su mochila. Empezó a tratar de meter un destornillador en la cerradura.
—Y el caballero viene acompañado, encima —agregó la Jueza. Había muchas cosas que no sabía, al parecer—. Viene con tres personas, pero abarcan todo el espectro moral, así que quizás sean víctimas. Si las cosas llegan a ponerse violentas, deberíamos ser capaces de resistir los tres.
—Está muy en lo correcto, señora Jueza, pero me temo que usted también se ha perdido de algo —dijo el príncipe. La Jueza y yo nos giramos a mirarlo—. Le fallaron sus sentidos. Las personas que buscamos resultaron ser distintas y, por ende, no puedo ayudarlos.
¿Personas distintas?
El príncipe tomó un paso atrás y le dio una patada a la puerta, pero fue inútil; solo le saco algo de polvo.
—Detenete un momento, príncipe. ¿De qué estas hablando? —dijo mi Jueza.
—En este desierto hay dos caballeros, señora Jueza; pude distinguir al segundo hoy. Uno es a quien usted siguió todo el viaje, a quien ustedes parecen estar buscando. Él es el caballero que ahora viene hacia acá con tres personas. El otro es el que hizo aparecer a esta ciudad oculta y entró. No sé cuál será cual, pero Banshala no se muestra a los que no son elegidos, así que eso me dice… que el que está adentro es el más peligroso.

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