—¡Buenas noches, Artemisianos! Vuelve con ustedes la Radio
106.6 FM, con sus dos anfitriones de siempre, Sinbrillo y Alberto al Pesto,
transmitiéndoles desde lo profundo del desierto todos los eventos que su
gobierno no quiere que sepa. Las noticias de mañana y los escándalos ocultos de
hoy.
—Así es. Nos encontramos con 16 grados de calor y bajando, con
una mínima de 12 para esta noche y una máxima esperada de 41 para mañana. Sobre
nosotros se cierne ahora la bellísima luna roja, la cual nos dicen por interno que
va a durar hasta el próximo martes, alcanzando su intensidad máxima este
domingo.
—Así que cuídense los lunáticos que tengan que dormir a la
intemperie esta semana. No quieren que los agarre la locura de la luna roja.
—Y también los que vuelen, porque la aurora roja se pronostica
durara hasta el lunes. No olviden su protector lunar.
—¿A quién cazas? —preguntó
mi Jueza, mientras la radio sonaba. El hombre, un supuesto noble que
supuestamente se llamaba Crove, estaba arrodillado frente a ella. Traía una supuesta
lanza y una supuesta mochila con supuestas provisiones, incluyendo un
recipiente con aceite. Su piel se mostraba tostada por el sol, sus labios
partidos, y sus zapatos gastados y llenos de arena en cada pliegue. La verdad,
no podía saber a simple vista si de verdad era un príncipe. Después de todo no sería
la primera vez que un criminal roba un anillo oficial o lo consigue en el
mercado negro. Pero mi Jueza sabía más que lo que veían los ojos, y engañarla requeriría
haber dejado atrás la cordura.
—¿Cómo he de ocultarlo?
“Investigo” a un…
—No es necesario usar el
vocabulario del imperio —lo interrumpió mi Jueza. El sujeto cerro los ojos y
respiro hondo, reconociendo a la clase de persona con la que se topó.
—Vengo a capturar a un
caballero que se oculta en este desierto. Cometió un acto grave por el que debe
pagar.
—¿Traés una orden?
—No es necesaria. El
Consejo ya decidió su culpa, y mi presencia es prueba suficiente.
La Jueza hizo una mueca.
Era la pregunta eterna: ¿para qué tener jueces si todos los que importaban
hacían lo que querían y no rendían cuentas a nadie?
La estática de la radio
dio paso a los números. No me había dado cuenta de que estaba encendida. Los números
de siempre se alzaron por sobre el silencio: 4, 4, 5, 9, seguido de una corta melodía
y luego estática. Rodeé al sujeto para estar al lado de mi Jueza.
—¿Buscas matar a este
caballero? —preguntó ella.
—He de presentarlo siendo
capaz de hablar, de ser posible —dijo Crove.
—¿Qué hizo para que un príncipe
lo busque?
El sujeto pensó deliberadamente
por unos segundos, sin levantar la vista del suelo.
—Me temo que no puedo
comentar los motivos del Consejo.
En otras palabras: algo gravísimo.
La Jueza me hizo una seña
para que envainara la espada. El sujeto se puso de pie y empezó a limpiarse la
arena de los pantalones, mientras nos hacíamos a un lado.
—¿En qué piensa, Jueza mía?
¿Sera de fiar? —dije, apoyándome en la espada como si fuera un bastón.
—Es un noble. ¿Qué crees?
—Pues que debe velar por
la verdad y el bienestar de todos los súbditos del imperio, ¿cómo no? —respondí.
Mi Jueza rio un poco, amarga. Me apoye en el otro pie—. Por otro lado, se nota
que caminó por varios días. Solo los locos transitan el desierto.
—No, no. Es un noble, no
tengo duda alguna —dijo mi Jueza, mirándolo de reojo de pies a cabeza—. Pero no
sé si tenga algo que ver con lo que sentí.
—¿Que dice su aura?
—Es negra, como la de casi
todos los nobles. Puedo imaginar su historial… Es mucha coincidencia encontrar
un príncipe acá.
—Menos mal que no
encontramos otra jueza, ¿eh?
—Sí, supongo.
Sabía que mi Jueza no iba
a disfrutar nada como hacer pagar a un noble; los detestaba más que a los
niños, como cualquiera que no gustara del imperio, pero siquiera intentarlo era
complejo. Si se enteraba alguien, iba a requerir dar muchas explicaciones,
soportar investigaciones y ni hablar de todo el papeleo. Y mi Jueza siempre
insistía en apegarse a las buenas leyes. El hombre también debía saber esto,
pero de la misma forma, atacar a un juez le iba a traer más problemas que los
que podría solucionar.
—¿Qué hay de aquel
caballero? ¿Podría ser él la causa? —pregunté.
—En eso estaba pensando
—dijo mi Jueza—. Concordaría bien.
—Ah, pero si llegara a ser
él usted no va a poder hacer nada. El caballero esta pedido, que en paz
descanse.
—No nos adelantemos, Bufón.
La Jueza se volvió hacia Crove.
—¿Esta todo en orden?
—preguntó este—. Si necesita pruebas…
—No, no. Fuiste honesto,
por lo menos eso puedo reconocerte —dijo mi Jueza. El hombre pareció molestarse—.
Empero, aquel caballero que mencionás me causa preocupación. Guiáme hasta él de
inmediato.
—¿Qué? —Crove se acercó
con su lanza hacia mi Jueza, que se había girado hacia su camello. Lo detuve
con mi espada envainada.
—Ey, ey. No apuntes a mi
Jueza con ese palo —le advertí.
—Señora Jueza, sepa que la
respeto mucho, y que soy un ciudadano ejemplar...
—Eso lo puedo apreciar
—dijo ella.
—Pero como ya dije, este
es un asunto sobre el cual el Consejo ya deliberó, y que confió en mi persona.
No es necesaria la presencia de ningún juez.
—No es legalmente
necesaria.
—Entonces, déjeme
encargarme de esto a mí. ¿Para qué molestarse?
La Jueza apagó la radio.
—No tengo obligación de divulgar
mis motivos. Mi decisión ya está tomada. Pero si de algo le sirve, tampoco
tengo intenciones de perseguirle por el desierto, príncipe. Si no desea que le
siga, siéntase libre de correr hasta perdernos. Ayudáme, Bufón.
Me acerqué a mi Jueza y la
ayudé a subir su bolso al camello. El príncipe se quedó mirándonos. Claramente,
no disfrutaba de nuestra intromisión.
—¿Y bien? —preguntó la
Jueza cuando teníamos todo ordenado y a Molly en pie. El príncipe maldijo por
lo bajo.
—Como quiera. Sígame si
quiere —dijo, mojando un paño con algunas gotas de su aceite—. Pero no le
prometo encontrar al caballero por lo pronto.
—No tenemos prisa.
Eso me pareció extraño.
Habíamos decidido dedicarle dos días a eso; al parecer los planes habían
cambiado. El príncipe se puso el paño en la cabeza, empezó a caminar y lo
seguimos con nuestra humilde y floja caravana. La Jueza me hizo una seña para
que me acercara.
—¿Cuánto tiempo más
podemos durar en el desierto? —me preguntó. Buen momento para sacar cuentas,
Jueza mía.
—Depende de a dónde se
dirija. Si sigue en línea recta, podemos seguirlo dos o tres días. Si cambiara
de dirección hacia el oeste, solo hasta la noche.
—Ah, qué bien.
—Por supuesto, lo mejor sería
que caminara en dirección a Gentium, pero imagino que el hombre sabe lo que
hace. Le dije que era mala idea hacer justicia en el desierto, Jueza mía.
—No nos adelantemos —me respondió,
serena—. Solo lleva una mochila. Él tampoco va a poder durar tanto acá —Tenía
mucha razón. A menos que fuera una máquina y llevara la mochila llena de aceite.
En todo caso, viendo que
eso tomaría un tiempo, me adelanté y empecé a meterle conversación al pobre príncipe,
enviado a morir al desierto. Partí con preguntas simples. Dónde nació, qué era
de su vida, cómo estaba el clima. Él no disfrutaba nada de mi presencia y respondía
solo con monosílabos, pero luego de un rato se vio forzado a hablar más. No
porque me tuviera confianza, no, sino porque hablar le requería menos energía
que escucharme. Esa era una táctica que había aprendido con mi Jueza. Y
hablando de mi Jueza, ella iba más atrás escribiendo en su libreta mientras
escuchaba.
—Y decime, ¿cómo buscas al
Caballero? —pregunté—. ¿Cómo sabes dónde está?
—Encontré sus huellas. Sé
que son suyas —dijo Crove, señalando el camino. Sin embargo, por más que me esforzaba
no podía ver nada.
De todas maneras, así pasaron
las horas. Montamos campamento al anochecer en cuanto cayó la helada y la luna
roja se hizo notar. Planté bien el parasol para cubrir a Molly y le até mi
sombrero de bufón al camello. No hubo fuego ni charla durante la cena. Nos
dormimos de inmediato, y de igual manera nos levantamos temprano cuando apenas
aclaraba.
El príncipe había sido
considerado en no despertamos mientras adelantaba en su búsqueda; había salido
primero. Luego de algunos minutos lo alcanzamos y estuvimos reunidos de nuevo
como una familia feliz. Además, mi Jueza había despertado sintiendo una
presencia decadente a lo lejos, hacia donde nos llevaba Crove. Parecía que el príncipe
decía la verdad y nada más que la verdad.
—Imagino que sos bueno con
esa lanza —le dije.
—Con toda clase de armas.
—Impresionante. Pero, ¿podes
lidiar con un arlequín?
—No encontré ninguno —respondió.
No, con esa actitud, claro que no—. Dicen que los bufones son primos de los
arlequines.
—Bueno, bueno, en un
sentido metafórico, quizás. Más que nada en poemas —dije, poniéndome a caminar
hacia atrás.
—Ya que cargás con la
espada, imagino que la Jueza no puede defenderse a sí misma. Debes ser hábil.
—En efecto, soy muy bueno.
Participé en algunos duelos.
—Impresionante. Pero, ¿podes
lidiar con un arlequín?
—Así es —dije—. Los
bufones somos primos metafóricos de los arlequines, ¿sabía usted? Estamos bien
versados en el arte de hacerlos desaparecer. No necesitamos una espada para
deshacernos de uno hostil.
Caminamos todo el día. Parecía
que el clima empeoraba con el ciclo rojo, e incluso a mí me estaba afectando las
partes móviles todo ese calor. Esperé que la mula aguantara bien. Nos
terminamos refugiando tras algunas rocas durante el almuerzo.
Al atardecer, cruzando una
duna, nos encontramos con una vista inesperada. En la lejanía había dos cuernos
gigantes saliendo del suelo. Sus sombras casi podían alcanzarnos, provocando
que el aire se enfriara un poco. Qué lugar con el que tropezamos, pensé. Las
coincidencias siempre auguraban eventos, y esa obra de arte auguraba muerte. Quizá
era una tumba. Pude ver a mi Jueza sufriendo de escalofríos.
—¿Se siente bien, Jueza mía?
Se ve pálida —dije.
—No es nada.
—¿No desea mi abrigo? Resiste
hasta la nieve.
—No, estoy bien —me calló.
Tomó un sorbo del agua calentada al sol, y pareció mejorar un poco—. Príncipe, allá
está el caballero, ¿no?
—Así es.
—No perdamos tiempo,
entonces.
Empezamos a descender la
duna, sin quitarle los cuernos de encima a los ojos. ¿O era al revés?
El paisaje se había vuelto
desolador y oprimente. No había podido presenciar el nuevo milenio, pero imagine
que fue similar.
—Bufón, ¿por qué traes al
desierto un abrigo para la nieve? —preguntó mi Jueza. Empecé a reír. Reír era
la mejor forma de llegar a esos lugares.
—Bueno, creí que lo de
cruzar el desierto era una broma, Jueza mía. Esperaba ir por las montañas —dije,
entre risotadas. La Jueza se frotó la frente.
—No digo nada, Bufón, pero
espero que sepas que, llegando a Gentium, Molly va a ser tu reemplazo.
—Valió la pena.
Entre risas bajamos hasta
la base de la duna, y continuamos hacia los cuernos siguiendo su sombra.
—¿Van a Gentium? —preguntó
el príncipe.
—Así es, vamos a un caso
—dije.
La Jueza me tiró el
sombrero de la cabeza, al parecer queriendo decirme que no hablara, pero no es
que hubiera razón para ocultar esas cosas. Me agaché a recuperarlo y sacarle la
arena.
—¿El de los jueces
corruptos?
—Ese mismo. Es el caso más
importante de mi Jueza en diez años; es todo un logro... No es que haya tenido
muchos casos importantes hace once años, tampoco, pero no hay por qué hablar de
eso. No sé porque lo estoy haciendo.
El príncipe guardó
silencio. Al parecer no le impresionaban los actos de mi Jueza, y bueno, quizás
a nadie la verdad. Me pregunte qué clase de casos vería el Consejo, entre tanto
secreto debían ver cosas importantes... Mas razón para preguntarme qué había
hecho ese caballero.
Continuamos a medida que
las sombras se alargaban, hasta que las estrellas aparecieron y la luz se fue.
Cayo el crepúsculo y luego la noche. Contra el filamento, solo se distinguía la
silueta de aquella monumental estructura. No era tan mala como asumí al
principio; era hasta bella viéndolo del lado de la grandeza, de imponer presencia.
Quizás hasta me gustaría ir a parar ahí cuando el Señor me mandase a buscar.
Perseveramos hasta llegar a los cuernos, con la temperatura por los suelos.
Cuando me di vuelta, vi que mi Jueza se había puesto el abrigo.
—¿Y bien? ¿Dónde está el
caballero? —pregunté en voz alta.
—Banshala —susurró el príncipe.
Sacó una botella de agua, se la bebió en dos segundos, y tiró su lanza y todo
lo que traía a un lado. Corrió hasta la estructura, donde había una puerta
enorme, y empezó a tirar de ella. Mi Jueza y yo nos miramos durante un segundo.
—¿Qué fue lo que dijo?
—preguntó la Jueza—. ¿En dónde estamos? ¿Qué demonios son estos cuernos?
—¿No sabe qué es este
lugar? —dije—. Jueza mía, hasta este pobre hombre tiene conocimiento. No me
diga que no se lo enseñaron en la escuela.
Alcanzamos al príncipe,
que parecía haberse dado cuenta de que tironear la puerta no iba a abrirla.
—Eh, bueno, es la ciudad
de los muertos. Un destino turístico muy sobrevalorado. Nada muy grande en mi opinión.
—¿Conocías la ciudad? —dijo
Crove, y pateó la puerta.
—Leí mucho. ¿No me diga
que recién ahora la reconoció? Y yo que lo creía culto a usted.
Me saqué el sombrero de bufón
y se lo puse al camello mientras la Jueza se bajaba. La luna vendría pronto.
—En todo caso, este lugar
es lo de menos. ¿Dónde está nuestro caballero, señor príncipe?
El príncipe ignoro mi
pregunta, y se volvió a recuperar las cosas que había tirado.
—Jueza mía, parece que me perdí
de algo —dije. Ella se puso la capucha del abrigo.
—El caballero no llegó aún
—dijo.
Oh, guau.
—Ah, ¿no?
—El caballero aun viene
por allá —dijo el príncipe, señalando detrás de nosotros—. Seguí su rastro, y
desde una de las dunas que pasamos hoy noté que cambió de dirección hacia este
lugar. Así que me tome la libertad de tomar un atajo.
Así que resultamos llegar
antes.
El príncipe se acercó
hasta la puerta y sacó algunas herramientas de su mochila. Empezó a tratar de
meter un destornillador en la cerradura.
—Y el caballero viene
acompañado, encima —agregó la Jueza. Había muchas cosas que no sabía, al
parecer—. Viene con tres personas, pero abarcan todo el espectro moral, así que
quizás sean víctimas. Si las cosas llegan a ponerse violentas, deberíamos ser
capaces de resistir los tres.
—Está muy en lo correcto,
señora Jueza, pero me temo que usted también se ha perdido de algo —dijo el príncipe.
La Jueza y yo nos giramos a mirarlo—. Le fallaron sus sentidos. Las personas
que buscamos resultaron ser distintas y, por ende, no puedo ayudarlos.
¿Personas distintas?
El príncipe tomó un paso atrás
y le dio una patada a la puerta, pero fue inútil; solo le saco algo de polvo.
—Detenete un momento, príncipe.
¿De qué estas hablando? —dijo mi Jueza.
—En este desierto hay dos
caballeros, señora Jueza; pude distinguir al segundo hoy. Uno es a quien usted siguió
todo el viaje, a quien ustedes parecen estar buscando. Él es el caballero que
ahora viene hacia acá con tres personas. El otro es el que hizo aparecer a esta
ciudad oculta y entró. No sé cuál será cual, pero Banshala no se muestra a los
que no son elegidos, así que eso me dice… que el que está adentro es el más
peligroso.
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