jueves, 6 de junio de 2019

Gamma — 4 — Cristina


—¿Me amas? —le pregunte en ese entonces a mi rey, Graham.

—Claro que sí, Alma.
—¿En serio?
—¿Qué, no lo sabés?
—Lo sé muy bien —respondí—. Pero quería oírlo hoy.
—Puede ser mañana. Mañana va a ser el nuevo milenio.
—Mañana todo va a cambiar, mi amor.
Lo abracé fuertemente, aferrándome a su cuello.
—Ha sido un largo tiempo esperando, ¿no?
Mi rey me arrollo con su túnica dorada, y se inclinó a besarme. Afuera, las bombas quebraban el hielo.

◘◘◘◘◘

—¡Bueeeeeeenas noches, Artemisianos! Es martes 7 de febrero, y ¡guau! ¡Qué calor!
El estruendo de la radio me arranco de mi meditación. O de mi sueño, se podría decir.
—Nos encontramos acá a Chiquillo Sinbrillo.
—Y Alberto Al Pesto.
—En la Radio 106.6 FM, con 106.6 grados de calor.
—¡Sal-VA-je!
—Apaga eso, ¿querés? Es molesto —le reclame al bufón, que iba con la radio junto a la oreja. Caminaba inclinándose de un lado a otro con el andar de su mula.
—Quería escuchar una canción, Jueza mía —respondió, apenas girando la cabeza. El insoportable sol ya se había escondido, pero seguía con sus gafas oscuras.
—¿Para qué? Aquella música de la que gustás es igual a lo que se escucha en el Canal. Mera estática.
—Es distinto —dijo, como ofendido—. Es distinto si una persona lo hace a que resulte por azar. No hay intención tras el azar, ¿sabe? El arte es intención.
—¿Qué es eso? ¿Te creés un arlequín ahora?
El bufón fingió sobresaltarse.
—Ey, ey, no digamos cosas de las que nos podamos arrepentir.
—Si no vas a buscar señales, entonces dejála apagada, o voy a hacer que te arrepientas.
—Ya, ya... Uf.
El bufón apagó la radio, y la guardó en el bolso que colgaba de la mula, fielmente perseverante pero agobiada por el desierto.
El sol ya no estaba, pero la arena seguía reflejando el calor. Mis ropajes de jueza, un largo vestido bermellón con hilos dorados formando patrones florales, poco podían hacer en este ambiente, a pesar de ser de material fresco. El velo tampoco protegía mucho del ardor. Imaginaba que nada que llevara puesto podría protegerme, de todas maneras; ese lugar no había sido hecho para los humanos. Quizás un carruaje con abanicos solucionaría mis problemas. Cerré los ojos otra vez, y pensé en lo cómoda que me encontraría en mi propio carruaje, acostada con cuánta agua y comida quisiera, con un siervo que me diera uvas. Pero no. No debía ser aún una jueza lo suficientemente importante para ello. Al abrir los ojos seguía en mi camello, con el bufón y su mula caminando toda floja.
El camino nos adentraba en el extenso desierto de Artemis. Estaba lejos de ser el más caliente, pero si era el más árido según tenía entendido. Serían unos pocos días para llegar a nuestro destino del otro lado, poco menos de una semana. Al fin y al cabo, lo nuestro era un pequeño atajo para acortar camino. Era infinitamente más rápido cruzar el desierto en línea recta que tratar de rodear por las montañas, y llegaríamos con un mes de adelanto al juicio, pero aun así maldije al bufón que me convenció de que eso sería una buena idea. Las montañas ni siquiera se llegaban a ver en la distancia, y debió ser por eso que no nos costó avistar tras los espejismos una solitaria tienda en el horizonte. “Bendita sea Afrodita”, pensé.
Una vez allí la mula se sentó con el bufón aun encima, y el camello por imitarla hizo lo mismo. De ahí no se quisieron mover más. El bufón estiro su bastón para tantear el suelo y bajarse, y entonces trato de empujar a la mula para acercarla más, pero esta se negó.
—Dejála. Trabajó suficiente. Traele comida y agua —dije, sentada en el camello. También me encontraba disfrutando del descanso.
Un señor de buen comer, por así decirlo, salió a atendernos, pero redujo el paso apenas vio mis ropas. No debía ser normal encontrar una jueza por estos lugares, pero el bufón llamó su atención aún más.
—Saludos, Don Buen Señor —dijo, moviendo su bastón de ciego de un lado a otro—. Caminábamos por este terrible desierto, azotados por el calor y la sed, y por las gracias del buen Zeus dimos con este oasis de civilización y abundancias. Nuestra travesía es larga y tortuosa, y la noche se va a volver fría muy pronto. ¿Que nos puede ofrecer para alivianar un poco nuestro viaje inacabable y sufrido? —Y estiró su mano. El señor se mostró confundido un segundo, pero luego se apresuró a estrechársela. Quizás nunca había tratado con un ciego.
Ellos se pusieron a conversar, mientras yo me bajaba cuidadosamente del camello. Me dirigí a descansar en una modesta banca. Los carteles estaban blanqueados, la pintura descascarada revelando el cemento. No había viento alguno en ese paisaje desolado, lo cual de era un alivio porque no haría nada más que quemarnos la piel.
Del negocio salieron un niño y una niña pegándose con armas de juguete. Al verme se asustaron, y fueron a esconderse para observarme de lejos.
—¡Heno! —exclamó el bufón, interrumpiendo al señor que le había estado listando todo lo que tenía—. Exacto, necesitamos heno, mucho heno, agua y heno para nuestros animales. ¿A cuánto vende el heno de 95?
—Eh, 880 monedas —dijo el señor. El bufón hizo una mueca de dolor.
—¿Y el de 93?
—844.
—¡Mi Jueza! —el bufón adoptó un tono melodramático—. ¡El heno…!
—Escuché todo, bufón. Este hombre es honesto, y el lugar es remoto. Paga lo que pide. Y dejá de actuar como ciego, incomodás al señor.
—¡Como diga, mi Jueza! —el bufón se quitó las gafas y retrajo el bastón—. Muéstreme donde esta aquel heno, Don Buen Señor, para traerlo. Mi animal no desea andar más.
Mientras el bufón y el señor iban a buscar la pesa y una carretilla, la nena se me acercó con el hermano escondido tras ella. Empezaron a discutir en voz baja, hasta que la niña se dio vuelta a mirarme. Rogué por que no se quedara a hablarme mucho; no me agradaban los niños.
—¿Sos una jueza? —me preguntó. Admito que me tomo un poco por sorpresa su informalidad. Había olvidado la última vez que me habían hablado así.
—Así es —respondí, a secas. No me agradaban los niños, como dije. El bufón era bueno con ellos; disfrutaba entretener a quien llamaba el público más difícil. Había intentado que me gustasen, de verdad, pero no podía, y al parecer eso era algo común entre los jueces. Para nosotros, los niños podían esconder secretos tras esas sonrisas y falsa inocencia. Nos gustaba juzgar a gente que conocía su propia crueldad.
—¿Eso significa que matas gente? —dijo la nena.
—Se dice “ejecutar”, y he de hacerlo si es lo justo.
Era extraño que no supiera algo tan elemental, pero el desierto era un lugar desolado. La nena empujó a su hermano.
—Entonces, ¿podes ejecutar a mi hermano? No me quiere prestar su juguete.
—¡Eso es porque me rompes todo!
—¡Mentira!
Así sin más los dos chicos empezaron a pelear y a empujarse al lado mío, y no tuve más opción que moverme más hacia el borde de la banca. Por suerte apareció su madre para separarlos, y pude reclamar mi lugar. Sin falta, apenas los tuvo controlados me preguntó si era una jueza, de qué tela estaba hecho mi vestido, si me protegía del sol, de donde venía, a donde iba...
Las respuestas eran sí, Kamma, sí, de Dali, a un juicio…
En fin. De alguna forma, como a veces ocurre, no entiendo cómo, terminamos mirando al bufón y los dos chicos actuando una obra, con el bufón haciendo el papel de seis personajes. Era una obra de misterio sobre un asesinato, de las cuales gusta el bufón. Uno podía pensar que se asemejaba a algún caso mío, pero eso no revelaba nada. Era como decir que dos desiertos eran iguales. Todos eran distintos, pero había más similitudes que diferencias. Esperando alguna sorpresa, me acomodé un poco y disfruté el acto durante unos minutos.
Fue entonces que lo sentí. En medio de la obra mi cuerpo se estremeció. La piel se me puso de gallina, los pelos se me pararon en punta a pesar del calor. Fue como un grito desde el desierto que solo yo podía oír. El bufón me miró y empezó a reír.
—Jueza mía, parece tener frio. ¿Por qué no viene a actuar conmigo bajo la luna?
—No es necesario —dije, levantándome y limpiándome el polvo—. Voy a buscar algo en la mula.
Dejé al bufón con su obra, y fui hasta donde estaba la mula sentada y recién alimentada. Tomé la radio de la maleta del bufón. Sintonicé la estación de números en la onda corta, y la presioné contra mi oído. Números. 4, 4, 5, 9. Estática. Era la transmisión de siempre, nada fuera de lo común. ¿Que fue aquello que sentí, entonces? ¿Algún suceso en el desierto?
—¡Por que usted sabrá, Madame Estela, que le han visto la cara de simplona! ¡No fue Judith quien mato al señor Euracio! ¡No señor, no! Pues quien está entre nosotros ahora, temblando de miedo ante la idea de que se sepa la verdad y solo la verdad, es el real asesino. El corazón le palpita con fuerza, la culpa lo está matando ahora mismo por dentro. Pero no dice nada. ¡Esta persona la está mirando en este instante! No me atrevo a decirlo Madame Estela. ¿Cómo podría revelarle a usted y a todos los presentes…? Que quien mato al señor Euracio fue…
—¡Fue…! —repitieron los chicos.
—…Hasta ahí llega la obra. El autor murió antes de escribir el final —dijo el bufón, levantando los hombros, provocando que los niños exclamaran exasperados. Los padres rieron un poco—. No sé qué sigue, niños, pero quizás algún día uno de ustedes sea un escritor famoso que le dé un final mejor que cualquiera que el mismo Giuseppe hubiera sido capaz de pensar. Por ahora, he de irme con mi Jueza. ¡Sigan leyendo, y coman sus vegetales! Arrivederci.
El bufón se giró entre aplausos y corrió a encontrarme. “El autor murió antes del final”, qué mentira. Hacía muchos años que el bufón había dejado de memorizar libretos; lo había improvisado todo.
—¿Sentiste eso, bufón?
—¿Se refiere a la mula? Me temo que sí, mi Jueza. Sabía que el heno de 93 no le haría bien al estómago.
—Ocurrió un evento en el desierto. Creo que fue un crimen, uno grande.
—¿Esta segura? El desierto es plano y sin obstáculos, y transporta las ondas por kilómetros. Podría haber sido menor.
—Es posible.
—Aún si fuera grande, piense que el desierto es demasiado extenso y hostil para darnos el lujo de investigar. Y nuestros animales llevan el agua y comida justas para alcanzar nuestro destino.
—El señor nos puede abastecer.
—A un alto precio.
—Vi que también vende parasoles. Son de los buenos.
—Su velo es mejor que cualquier parasol, mi Jueza.
—Pero a la mula también le vendría bien uno, ¿no?
El bufón pareció convencerse con eso último, y se paró en un solo pie para pensar.
—El desvió no es mayor —dije—. No vamos a perder demasiado.
—Si mi Jueza lo estima así de importante, y las condiciones se dieron… no veo porque no. Debo comprar provisiones para durar un poco más.
—Gracias por entender —dije, sonriendo. El bufón negó con el dedo.
—No sonría Jueza mía, va a delatar su edad.
El bufón nunca fallaba en atacar cuando una se desprevenía. Me aplaste la cara mientras el bufón reía.
—¡Don Buen Señor! ¡Necesitamos aceite también! ¡Y más heno!
Claramente no teníamos ninguna clase de maquinaria, pero le gustaba anunciar a los cuatro vientos que quería aceite. Nadie se imaginaria que era una maquina quien lo pedía.
Cuando el bufón volvió cargaba con las provisiones y con un parasol con tema floral. Cargó todo en los animales, y con una cuerda ató el parasol para que protegiera a la mula. Una maquina podía soportar bien el calor, después de todo.
—Espero que no perdamos mucho tiempo —comentó, mientras acababa el nudo.
—Vamos a dedicarle dos días. Vamos a continuar nuestro viaje de no hallar nada.
—Si usted lo dice.
—¿Dudás de mi juicio?
—Es solo que noté que muchas veces los misterios más grandes tienen explicaciones mundanas, Jueza mía. Vamos, Molly, arriba.
La mula se levantó a su comando, con energías renovadas.
—Puede ser, pero he de ser yo quien decida qué es importante o no —dije, subiéndome al camello.
—Cómo no.
Noté que el bufón no se subía a su mula.
—¿Vas a caminar?
—La mula es fuerte, pero si vamos a estar en el desierto dos días más, es mejor no exigirle demasiado. No nació para estos terrenos.
—Muy bien.
El bufón hizo una reverencia… de mujer.
—Sigo su camino, Jueza mía.
Tomé las riendas del camello y lo hice andar, y el bufón y la mula me siguieron. La sensación había pasado, pero el eco de aquel evento seguía retumbando en el desierto. Estaba segura de que había sido un crimen, y donde había crimen, alguien debía hacer justicia.
—Pero decime, ¿quién mató a Euracio al final?
—La niña, obviamente.
Ah, eso hacia sentido.

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