Atada a un extremo de mi
bastón llevaba plegada una bandera. Un pequeño estandarte derruido, como fiel
reflejo del laboratorio donde había nacido.
Defendía la vida porque
era sagrada. Pero en pos de defender la vida, ninguna vida era sagrada. Si
había una vida a defender, era la mía.
Llevaba conmigo la marca
para eliminar a las máquinas. Y cada vez que dormía, despertaba con férreas
ganas de lograr mi cometido.
Sin somnolencia, me puse
de pie cuando escuché pasos acercándose. A la luz del fuego vi su cabello rubio
brillar. La tumbé contra el piso y comprimí su garganta como si se tratara de
arcilla mojada. Ella se intentaba quejar, pero mi presión aplacaba tanto su
cuello que apenas podía toser. Esa noche no había sentido el olor al laurel; aquella
mujer había interrumpido mis horas de descanso. Como consecuencia de no haber
cumplido el ciclo correctamente, todavía encontraba vestigios de la playa de
transición en mi cabeza. La fuerza de mis brazos se resquebrajó cuando recordé
la arena. Y terminó de flaquear cuando sentí la baba tibia de aquella voz al
costado de mi oído.
El sonido del roce de una
armadura se distinguió entre el viento del desierto. Me hizo volver en sí. Dejé
a la mujer, y salté detrás de la fogata. La mujer empezó a respirar de a
bocanadas mientras tosía y se incorporaba. Retrocedía hacia atrás, buscando
hacer tope con el cuerpo del caballero que venía corriendo atrás. El caballero
gritó. Su voz profunda me irritó bastante.
—No tengo misericordia,
viajeros.
—¡Solo buscamos pasar,
demente! Pensamos que necesitabas ayuda.
Atraje hacia mí el bastón,
usando magia.
—No necesito ayuda de
nadie como ustedes. ¿Quién es esa puta que te acompaña?
No esperé que respondiera.
Lancé una ráfaga de viento que lo tomó por sorpresa y su espada se perdió entre
la arena.
—Dejá a la chica y andate,
pedazo de mierda. No me interesa saber sus intenciones —dije. La piel de la
chica parecía tersa y tierna. El canibalismo no era mi favorito, pero hacía
bastante que no comía carne.
—¡No! —se apresuró a
gritar el caballero—. Ella viene conmigo. Vamos hacia la ciudad oculta.
Me descolocó por completo.
Sabía muy bien qué significa el sol rojo. Llevaba dando vueltas en círculos por
demasiado tiempo.
—Ahora sí podemos hablar
—le dije, guardando el bastón—. ¿Sabés llegar hasta allá?
Él miró a la débil mujer y
después giró la cabeza en mi dirección. Asintió muy despacio y después de unos
segundos volvió a hablar:
—Sí, sé llegar.
Una brújula. ¿Cuánto
tiempo había dado vueltas en círculos? Recorriendo desiertos, buscando el
origen de las máquinas. A sus Dioses. Tenía que hacer que valiera la pena. El
sol rojo marcaba el traspaso. Una transición, como la mía en la playa de blanco
y negro.
Miré al cielo para
encontrarme con que estaba amaneciendo. Odiaba que interrumpieran mi descanso, pero
no iba a poder volver a dormir. Insistí en seguir con la caminata. Todavía no
confiaba ni un poco en esos dos, pero no podía desperdiciar la chance.
El caballero marcó la
dirección y caminamos. Me mantuve en silencio, mirando de a ratos cuanto se
parecía mi pelo al de aquella chica.
No hay comentarios :
Publicar un comentario